¿Por qué votamos en América Latina?

José Luis Taveras

América Latina ha sido electoralmente temperamental. Al umbral del presente siglo, y ante el colapso neoliberal de los noventa, el subcontinente fue azotado por marejadas ideológicas de inspiración populista. Seducida por su retórica de redención social, la región fue infectada por un virus socialista que se implantó durante los últimos veinte años. Después de probar con esos ensayos, las frustraciones colectivas no esperaron y le dieron el «voto castigo» a esa corriente febril con la escogencia de gobiernos de derecha.

Ese tránsito pasó en Ecuador, donde después de Rafael Correa y su llamada «revolución ciudadana» se sucedieron gobiernos de centro y derecha encabezados por Lenin Moreno, Guillermo Lasso y Daniel Noboa; en Argentina, Cristina Fernández salió, ocupando el mando el neoliberal Mauricio Macri; en Brasil, el ultraderechista Jair Bolsonaro sucedió a los gobiernos socialistas de Lula da Silva y Vilma Roussef; en Chile, la izquierdista moderada Michelle Bachelet fue relevada por el conservador Sebastián Piñeira; en Uruguay, después de diez años de izquierdismo alternativo con José Mujica y Tabaré Vásquez, la mayoría eligió al derechista Luis Lacalle Pou. Esa cadena de alternancia ha continuado en años más recientes con distintos matices.

Al parecer, la «febrilidad ideológica» de la región ha ido cediendo a un «pragmatismo realista» en el que los pueblos -sin reparar en el pensamiento político de los partidos o candidatos- están más centrados en su drama interior que en las tendencias del contexto geopolítico.

A pesar de que los conceptos «izquierda» y «derecha» lucen conceptualmente desbordados, es muy atrevido patentar otra clasificación ideológica tan genérica, y hoy América Latina presenta un cuadro variopinto de distintos timbres: ultraderecha (Argentina), derecha (El Salvador, Guatemala, Costa Rica, Ecuador, Uruguay, Paraguay, Panamá y Puerto Rico), centro derecha (República Dominicana), izquierda (México, Honduras y Bolivia), izquierda progresista (Chile y Colombia), centro izquierda (Perú) e izquierda populista-autoritaria (Cuba, Nicaragua y Venezuela).

No obstante, las ofertas de los últimos años han sido llevadas al poder más por apremios sociales/institucionales que por apariencias ideológicas: corrupción pública (República Dominicana y Perú), explosiones inflacionarias (Argentina), crisis políticas (Bolivia y Ecuador), reformas estructurales (Chile y México), delincuencia organizada (El Salvador), entre otros. Que esos gobiernos hayan honrado o no las expectativas creadas por sus promesas electorales es harina de otro costal.

Lo que queda claro es que, más que conceptos para interpretar y representar su realidad -que es en parte lo ideológico-, los pueblos demandan ingenierías sociales que les garanticen soluciones a problemas básicos de convivencia. La mayoría vota por respuestas a urgencias concretas, por gestiones eficaces que optimicen y faciliten la vida en orden y por un sistema que les retribuya sus aportaciones individuales con equidad. A pocos les importa si esas expectativas las crea una fuente de izquierda o de derecha. Si a ideología vamos, tenemos entonces que convenir que hoy prevalece una «comprensión utilitaria» de la política, tanto para gobernantes como para gobernados, que buscan soluciones individuales y colectivas más que construcciones conceptuales. Lo cierto es que la ideología solo ha supervivido como instrumento de control y justificación del populismo, ya de izquierda (Maduro, Díaz Canel y Ortega), ya de derecha (Bukele y Milei).

Contrario a la política, que se ha desideologizado, la verdadera guerra ideológica se libra en el campo de las concepciones culturales, esas que replantean creencias, patrones y valores en el mundo del subdesarrollo occidental. Identidad, nacionalidad, género, diversidad, libre elección, religión, laicismo y progresismo son los nombres de algunas de las batallas que informan y sostienen esa confrontación. En el fondo, las grietas de América Latina no solo son sociales, también late una fuerte tensión por tales contradicciones. Las sociedades se atrincheran detrás de muros ideológicos cada vez más infranqueables y hoy lucen polarizadas.

Partidos, candidatos y gobiernos se ven retados por esa confrontación, y cierta izquierda ha optado por el progresismo como valor agregado o sustitutivo de su identidad ideológica, así como cierta derecha se ha decantado por preservar valores tradicionales. Hoy en Chile, Argentina y, en parte, en Colombia se debaten agendas públicas vinculadas a tales tendencias. Entre ambos polos se sitúan gobiernos que ya no pueden seguir jugando a la neutralidad en un campo socialmente minado.

Los grupos o colectivos que asumen y defienden las concepciones en pugna presionan a Estados y gobiernos exigiendo políticas públicas y legislativas que aseguren sus visiones (matrimonio igualitario, aborto, ideología de género, legalización de drogas). Por su parte, las confesiones e iglesias censuran las candidaturas que no se identifican con sus posiciones. Frente a ese cuadro de ideologización cultural, los partidos, por el contrario, pierden articulación dogmática. Los viejos partidos que dominaron por décadas la arena política, cuando no se atomizaron -producto de escisiones-, se extinguieron.

Las organizaciones políticas de hoy son mayoritariamente formaciones accidentales o ad hoc ensambladas para participar en los procesos electorales. Se trata de instrumentos de ocasión útiles para promover candidaturas, armados con la misma facilidad con que se despliegan y retiran las tiendas en una feria. Lo mismo pasa con las candidaturas, asumidas por personas sin experiencia política relevante, provenientes de los mundos más diversos: empresa, negocios, arte y hasta deporte. Antes que presidentes que las representen, las sociedades reclaman gobernantes que gestionen: más ejecutivos y menos retóricos.

Las nuevas generaciones, por su parte, están imponiendo perfiles consistentes con sus expectativas: líderes humanos y no personajes míticos, jóvenes sin grandes historias políticas (Noboa, Ecuador, 37; Boric, Chile, 38; Bukele, El Salvador, 42; Milei, Argentina, 53; Abinader, República Dominicana, 56), y, a partir de lo ocurrido en una sociedad ancestralmente machista como la mexicana, no dudo de que con Claudia Sheinbaum se empiecen a abrir las compuertas para que el liderazgo femenino tome por asalto los palacios de gobierno.

La mayoría vota por respuestas a urgencias concretas, por gestiones eficaces que optimicen y faciliten la vida en orden y por un sistema que les retribuya sus aportaciones individuales con equidad. A pocos les importa si esas expectativas las crea una fuente de izquierda o de derecha. Si a ideología vamos, tenemos entonces que convenir que hoy prevalece una «comprensión utilitaria» de la política…

Diario Libre

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