¿Puede Elon Musk hackear la política sin romperla?

Nelson Espinal Báez

El nuevo partido de Elon Musk podría reconfigurar el mapa político conservador en los próximos ciclos electorales, no por su fuerza propia, sino por intentar desgarrar el campo conservador desde dentro.

Con el anuncio de su nuevo partido, el «America Party», presentado con el provocador lema «America First but not Crazy», el magnate tecnológico no solo busca sacudir el tablero, sino que podría alterar de forma significativa la correlación de fuerzas dentro del campo conservador. Y lo paradójico es que, al intentar frenar la inestabilidad que atribuye a Trump, podría terminar desatando una forma distinta de desorden: una que nace desde dentro y debilita lo que pretende salvar.

EE. UU. ha presenciado antes este tipo de irrupciones. En 1992, Ross Perot captó casi un 19 % del voto popular, facilitando la victoria de Bill Clinton sobre George H. W. Bush. En 2000, Ralph Nader, con apenas un 2.74 %, fue decisivo en el margen estrechísimo que llevó a George W. Bush a la Casa Blanca. Ambos episodios ilustran una verdad incómoda en democracia: no basta con tener razón —ni siquiera con tener razón antes de tiempo. Hay que anticipar el efecto sistémico de cada jugada.

Musk podría entrar en esa misma categoría. Su influencia es real: domina el discurso tecnológico, conecta con audiencias jóvenes, maneja plataformas clave como X (Twitter) y representa una narrativa antisistema que seduce a una parte importante del electorado. Pero ese electorado —libertarios digitales, críticos del woke, emprendedores rebeldes— forma en gran medida parte del ecosistema que sostiene a Trump. La aparición de una nueva fuerza en ese terreno, aunque incipiente, introduce una variable crítica en el equilibrio electoral. En sistemas donde el ganador se lo lleva todo, fragmentar el voto puede ser suficiente para alterar el resultado. A veces, basta con mover una ficha para que cambie toda la partida.

Con vocación disruptora, Musk corre el riesgo de convertirse en un kamikaze electoral: causar daño, aun al precio de su propia irrelevancia.

Y esa es la paradoja del visionario mal posicionado: termina dejando huella, pero como advertencia.

Desde una perspectiva estratégica, su decisión revela una peligrosa ingenuidad. Como advierte Ian Bremmer, muchos empresarios disruptivos han caído en la ilusión de que el mundo —incluido el sistema político— puede ser «hackeado». Creen que pueden aplicar las reglas del mercado a la política, y descubren demasiado tarde que esta opera con códigos distintos: más resistentes a la innovación, profundamente anclados en el poder territorial, las coaliciones sociales y la narrativa histórica.

La política no es un circuito cerrado que se reinicia. Es un sistema vivo, con memoria, historia y resistencia.

Más aún, no es un software que se lanza y se actualiza periódicamente. Es un ecosistema político complejo, donde cada movimiento reconfigura actores, alianzas y legitimidades.

Algunos analistas europeos han advertido, además, que el verdadero error de Musk podría no ser político-electoral, sino civilizacional: intentar traducir lógicas tecnocráticas a un lenguaje democrático, como si la legitimidad ciudadana pudiera programarse, descargarse o desplegarse en versión beta.

Y aunque Musk parece creer que el poder económico y la influencia digital bastan para estructurar una fuerza política viable, la historia sugiere lo contrario. Como recuerda Joseph Nye, el liderazgo político no se sostiene solo en recursos duros (dinero, coerción), sino también en la capacidad de inspirar, de atraer y de construir legitimidades estables. Y esas capacidades no se improvisan: requieren raíces, oficio y estructura.

La autoridad no se codifica; se cultiva y se graba en la memoria de los vínculos.

El poder vive en la percepción… pero esa percepción se teje con símbolos, rituales y continuidad. Trump, con todos sus excesos, sí entiende esa lógica. Es un animal político: provoca, polariza, fideliza.

Musk, en cambio, actúa como un diseñador que lanza la versión preliminar de su propio movimiento ideológico —sin reglas claras, sin estructura sólida y sin medir con precisión el impacto que puede tener en el equilibrio electoral.

No está fundando un partido: está ensayando una idea. Pero la política no perdona prototipos.

Y un experimento sin partitura ni orquesta, por más brillante que sea la idea, termina sonando a ruido.

La historia de la presidencia en EE. UU. está escrita por la ambición, no por la virtud. Como documenta Richard Shenkman en Presidential Ambition, lo que llevó a muchos presidentes al poder no fue su rectitud moral, sino su determinación implacable de alcanzarlo. La presidencia no se hereda ni se deduce: se conquista. Trump, con todos sus excesos, encarna esa tradición. Musk, en cambio, parece no haber leído ese manual. Cree que la innovación puede reemplazar el arte del poder, y que la razón puede imponerse a la ambición. Pero en política, como recuerda Shenkman, la ambición no es un defecto: es el combustible.

Más que hablar de candidaturas, Musk propone «plataformas». No lanza un partido, sino lo que llama una «startup de creencias». Todo está concebido como un producto: diseñado como movimiento, estructurado como empresa, impulsado por capital, cultura y código.

Este lenguaje no es solo una metáfora: revela la matriz tecnocrática desde la que opera. Pero la política no se instala como una app. Es una red viva de legitimidades, tensiones y compromisos que no se activan con un clic.

Y esto no ocurre solo en EE. UU. Líderes como Macron, Zelensky, Berlusconi o Bukele también irrumpieron desde fuera del sistema tradicional con una estética de disrupción. Pero todos entendieron —tarde o temprano— que el carisma necesita estructura, y que la voluntad necesita coalición.

Vivimos un tiempo en el que las grandes tecnológicas han dejado de ser solo empresas para convertirse en actores geopolíticos. La línea que separa la influencia económica, política e ideológica es cada vez más delgada. Musk encarna esa fusión, pero sin las herramientas institucionales que exige el ejercicio efectivo del poder político.

La historia está llena de líderes que, impulsados por el ego o la pureza de sus ideas, terminaron debilitando al campo que decían querer renovar. Musk podría pasar a la historia no por transformar el rumbo de EE. UU., sino por torpedear —desde dentro— la posibilidad de una victoria conservadora.

En política, como en toda arquitectura de poder, hay momentos en los que el cálculo debe pesar más que la convicción.

Porque las ideas movilizan, pero las estructuras deciden.

No todo disruptor es un reformador.

No toda irrupción cambia la historia.

A veces, solo la fragmenta.

Diario Libre

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