Sin tregua

Carmen Imbert Brugal

Nadie la solicitó, nadie la quiso. La propuesta estuvo ausente. Ningún portavoz de la ética mencionó la costumbre.
El discurso que anuncia por doquier la llegada del nuevo mundo, con su mesías y castigos, con sus malos y buenos, no recordó el uso.


La petición de tregua, ha sido parte del ritual público dominicano. Servía para titulares y comentarios. El llamado estaba a cargo de los jerarcas de la Iglesia católica y de los directores de periódicos.
La ciudadanía imaginaba la suspensión de agravios y los dirigentes fingían una obediencia imposible, una humildad conveniente.


Durante esta temporada navideña no hubo tregua, tampoco se intentó. Los cañones no enmudecieron, como en la Navidad del 1914, en el apogeo de la Primera Guerra Mundial, cuando hubo un sosiego fugaz entre acérrimos adversarios.


Nadie la propuso y nadie la extrañó. Es tiempo de autosuficiencia. Basta mantener contenta la ayuda originaria, la fundacional. Esa que propició la coyunda entre tirios y troyanos, montescos y capuletos, agnósticos y creyentes.
El guion no incluye pausas, la exaltación es bandera. La calma provocaría una inconveniente reflexión.
Entre la urgencia y la importancia, se esfuman las prácticas disuasorias, admonitorias. Servían para algo, aunque fueran cosméticas, a veces cómplices.
Recordaban, por ejemplo, que el poder no es absoluto, aunque se disponga de todos los mecanismos para ejercerlo y demostrarlo. Permitían, a la jerarquía eclesiástica, advertir, sugerir, desde un estamento superior, aparentemente aséptico.
El clero, con el ruego, simulaba, a través de sus pastores más beligerantes, que era ajeno al poder terrenal. Exigía a los políticos y a los otros representantes de los poderes fácticos, un poco más que las prebendas acostumbradas.
Ocurría también con las manifestaciones de la estirpe perdida del periodismo. Aquellos señores de la prensa que dictaminaban en sus atrevidos editoriales, sin esperar recompensa.
A nadie se le ocurrió sugerir interrupción de las hostilidades. Mencionar un armisticio de 24 o 48 horas.
Aunque en el pasado la solicitud fuera engañifa, cumplía el cometido de temporada.
La iluminación del cesarismo contemporáneo no requiere patrocinio. La narrativa reinante no admite intromisiones.
Y la clerecía prefiere la consigna, la militancia. Da más al César lo que es del César porque para lo divino no hay tiempo y falta erudición.


Ausente la teología, prima la conveniencia y así se reparten las indulgencias y se afianza el respaldo para quitar, poner, buscar y encontrar.
Quizás la omisión es parte de la nueva narrativa. No es olvido, tampoco negligencia, porque cada paso está diseñado para conseguir el éxito.


Preguntar por qué nadie quiso o se atrevió a solicitar la tregua no sería necedad.
Parece que las asistencias vicarias son inútiles. La omnipotencia y omnipresencia del mando suplen cualquier carencia. Además, la confrontación es inexistente, cuando no tibia.

Luce que todos los sectores, se aúnan alrededor de un proyecto salvífico e invencible.
La altivez es dueña del terreno. Traza la ruta. Innecesarias son las plegarias. El credo ético sirve más que el incienso y los editoriales. Por eso, nadie pidió tregua, el poder no la necesita.

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