“Tiene suerte, va a ver a tu familia”, el irónico mensaje que reciben haitianos indocumentados antes de su deportación a su país

PUERTO PRÍNCIPE, Sept 25 — Tiene suerte, dijeron los funcionarios estadounidenses, “Va a ver a su familia”.

Las autoridades habían llamado los números correspondientes a unos boletos, similares a los de las rifas, que les habían entregado a los haitianos cuando fueron detenidos tras cruzar la frontera en Texas. Cada vez que gritaban uno, otro migrante desaliñado se ponía en pie.

“Todo el mundo estaba feliz”, recordó Jhon Celestin. “Pero yo no. Vi que era una mentira”.

El premio era un boleto de ida al lugar del que estaban desesperados por escapar. Y así fue como Celestin, de 38 años, regresó a Haití a bordo del último vuelo del miércoles a la capital, Puerto Príncipe, una ciudad de la que se había ido tres años antes en busca de un trabajo mejor pagado que le ayudase a mantener a su familia.

Él es uno de los cerca de 2.000 migrantes que Estados Unidos ha deportado a Haití esta semana en más 17 vuelos, con más previstos para los próximos días. Quedarse en Haití no es una opción para muchos de ellos. Como Celestin, planean volver a irse tan pronto como puedan.

Había dejado de lloviznar cuando Celestin salió del aeropuerto a unas calles llenas de polvo y humo, con una maleta en una mano y su hija de dos años en la otra.

Chloe, nacida en Chile, observaba en silencio el nuevo entorno mientras Celestin y su esposa pedían prestado un teléfono para llamar a un taxi. Sería más caro, pero no querían que su hija viajase en motocicleta, un medio de transporte habitual en una ciudad en la que los autos deben esquivar humeantes montañas de basura, un tráfico congestionado y ocasionales barricadas en llamas.

Tras un viaje de 35 minutos, llegaron a una casa cuyo sótano compartirán con un primo que había sido expulsado de Estados Unidos en la víspera. Su vivienda está a un par de manzanas del lugar donde 15 personas murieron en una balacera en junio, incluyendo un periodista y un activista político. Entre los acusados había un policía.

“Esto no es lo que imaginaba, estar aquí”, dijo Delta de León, de 26 años y esposa de Celestin, quien nació en República Dominicana de padre dominicano y madre haitiana. “Pero aquí estoy, aunque espero irme pronto porque la único que nunca quise para mi hija es que crezca aquí”.

Haití tiene más de 11 millones de habitantes, de los cuales alrededor del 60% ganan menos de dos dólares al día. Uno de los pilares de su economía son las remesas que envían quienes viven en el extranjero, unos 3.800 millones de dólares anuales, el 35% del Producto Interno Bruto de la nación.

El país al que regresan los migrantes es más violento, más pobre y más políticamente inestable que el que dejaron en su día. Está luchando por recuperarse del asesinato del presidente Jovenel Moïse el 7 de julio y de un sismo de magnitud 7,2 que remeció el sur en agosto y dejó más de 2.200 muertos y daños en decenas de miles de viviendas. Miles de personas viven en albergues miserables luego de que sus casas fueran arrasadas en los últimos meses como resultado de la descontrolada violencia de las pandillas.

Celestin y su esposa no tienen previsto quedarse mucho tiempo.

En su primer día de vuelta en el país, Celestin pasó varias horas tendidos sobre la cama de gran tamaño que comparte con su esposa y su hija. Habló por teléfono con su hermana, que vive en Chile, y con amigos en otras partes mientras planeaba la marcha de su familia. Solo hizo una pausa para cortarse el pelo y para tratar de averiguar cómo retirar una transferencia ya que había enviado toda su documentación a su familia en Miami con la esperanza de reencontrarse con ellos este mes.

El nuevo plan es regresar a Chile, donde trabajó como albañil levantando casas tras obtener una visa. Cuando la pandemia del coronavirus destruyó empleos y paralizó la economía, la familia decidió probar suerte en la frontera entre México y Estados Unidos y viajaron a pie, en bus y barco por las noches durante cerca de un mes.

“Lo que más me dolió, lo que más me frustró, fue la gente muerta que vi”, dijo de León refiriéndose a los migrantes que perecieron en el periplo.

El costo del viaje, las condiciones en la frontera y la reciente deportación con una bebé enferma — Chloe había desarrollado una tos persistente cuando la familia acampó debajo de un puente en Texas — hicieron que de León no durmiese demasiado en su primera noche en Haití.

“Lloré porque no quiero estar aquí”, afirmó.

De León espera cruzar la frontera a República Dominicana con su hija lo antes posible para reunirse con su padre, su hermana y su hermano mientras su esposo vuela a Chile.

Pero antes, la familia tenía previsto viajar a la ciudad costera de Jacmel, en el sur de Haití, para ver a más familiares, un trayecto peligroso porque pasa por territorio controlado por pandillas. Los buses suelen formar convoyes por seguridad y a veces pagan a las bandas para cruzar. La violencia en esa zona es de tal magnitud que Médicos Sin Fronteras cerró recientemente su clínica allí tras 15 años abierta.

El desayuno en esa primera mañana en Haití consistió en espaguetis y trozos de aguacate. Normalmente, Chloe toma leche y fruta, pero de León dijo que estaba esperando una transferencia para poder comprar algunos alimentos básicos. Le preocupaban la salud y el futuro de la pequeña.

“El futuro que quiero para ella es una vida mejor, más confortable, la que una persona pobre puede dar a sus hijos”, explicó. “Si esa vida tiene que ser en Estados Unidos, que así sea. Si tiene que ser en Chile, que sea en Chile. Pero que sea una vida mejor”.

En su segundo día en el país, la pareja decidió arriesgarse e ir a Jacmel. Un minibús esperaba mientras Celestin y de León tomaban su equipaje y se calzaban los zapatos que habían comprado esa misma mañana: zapatillas blancas y negras para él y sandalias blancas para ella.

“¡Na pale!” (”¡Hablaremos!”), les dijo el primo de Celestin en criollo. Y la pareja subió al vehículo, colocando a su hija en medio mientras se embarcaban en el peligroso viaje al sur.

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