Tránsfugas, disidentes y partidos

Guido Gómez Mazara

El deterioro de las organizaciones produce una descomposición de la lealtad en los militantes. Antes, el apego ideológico y seducción de líderes paradigmáticos fundamentaban una adhesión histórica, provocando que familias y generaciones preservaran vínculos equiparables al fanatismo de los entusiastas seguidores de los equipos de béisbol.

En la cultura deportiva del clásico liceista resulta inimaginable su cambio al escogido y/o las cuyayas cibaeñas. Por eso, el ciudadano emite un memorial de valoraciones relativas al constante salto de dirigentes de un partido a otro. Existen excepciones entendibles pero los desplazamientos hacia el partido gobernante generan un variopinto de interpretaciones. Es decir, la mutación podría fundamentarse en las típicas ventajas de la política marrullera que, si toca las puertas a funcionarios electos por vía del voto popular, terminan ratificándolos en sus puestos, desdeñando procesos democráticos e imposibilitando la indispensable legitimidad de aspirantes empeñados en el reconocimiento de sus votantes.

El eterno juego de pretender democratizar la sociedad apelando a mecanismos de elección de corte autoritario, desnuda el sistema político. Y, además, los dirigentes caen en la trampa de desdecirse porque el recurso del olvido representa el ardid por excelencia que sustenta sus carreras. Con el agravante de que el innegable nivel de madurez y observación ciudadana, extendido por el monumental acceso a la información, permite medir el grado de coherencia de la fauna partidaria.

Las matemáticas necesarias para el triunfo tienden a prostituir el sentido de sumatorios. Es cierto, se gana atrayendo la mayor cantidad de electores. Ahora bien, perder la base social garante del triunfo podría revertirse en la medida que un partido termina pareciéndose a lo que decía combatir.

Una fuerza política validada democráticamente requiere aumentar el núcleo de sus simpatizantes, pero lo más rentable no radica en aprovechar la red de prostitución diseminada en el espectro de la oposición formal sino en allanar los caminos en la estructuración de una mayoría ciudadana capaz de ratificar las razones que motivaron el voto anterior en defensa de un cambio de rostros, políticas y ética desde el Gobierno.

No se cambia pareciéndose a lo que, acompañado de la voluntad de los votantes, derrotamos en las urnas. De ahí lo impostergable de establecer la dosis de formación política en los partidos para que, los tránsfugas, no terminen representando el retrato por excelencia de un modelo partidario colapsado y sin auténticas propuestas, amparado en la truculenta idea de tomar por asalto el presupuesto nacional.

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