Trump domina el Partido Republicano, y eso afecta a todos los estadounidenses

Por El Comité Editorial

The New York Times

Es un grupo de periodistas de opinión cuyas perspectivas están sustentadas en experiencia, investigación, debate y ciertos valores arraigados. Es una entidad independiente de la sala de redacción.

Con las victorias de Donald Trump el martes, está cerca de conseguir los 1215 delegados necesarios para ganar la nominación presidencial del Partido Republicano. Lo que queda es una formalidad. El partido se ha convertido en un instrumento para las ambiciones de Trump y, con la salida de Nikki Haley, es casi seguro que será su abanderado por tercera vez.

En una democracia sana, los partidos políticos son organizaciones consagradas a elegir políticos que comparten un conjunto de valores y aspiraciones legislativas. Funcionan como parte de la maquinaria de la política, trabajan con los funcionarios electos y las autoridades para que se celebren las elecciones. Sus integrantes externan sus diferencias al interior del partido para reforzar y afinar sus posturas. En la democracia bipartidista estadounidense, republicanos y demócratas se han alternado periódicamente la Casa Blanca y han compartido el poder en el Congreso, un sistema que se ha mantenido estable por más de un siglo.

El Partido Republicano está renunciando a todas esas responsabilidades y, en su lugar, se ha convertido en una organización cuyo objetivo es la elección de una persona a expensas de cualquier otra cosa, incluida la integridad, los principios, la política y el patriotismo. Como individuo, Trump ha demostrado un desdén por la Constitución y el Estado de derecho que hace que no sea apto para ocupar la presidencia. Pero cuando todo un partido político, en particular uno de los dos principales partidos de un país tan poderoso como Estados Unidos, se convierte en una herramienta de esa persona y de sus ideas más peligrosas, el daño afecta a todos.

La capacidad de Trump para consolidar el control del Partido Republicano y derrotar con rapidez a sus contrincantes para la nominación se debe en parte al fervor de una base de partidarios que le han dado victorias sustanciales en casi todas las primarias celebradas hasta ahora. Sin embargo, su ventaja más importante tal vez sea que quedan pocos líderes en el Partido Republicano que parezcan dispuestos a defender una visión alternativa del futuro del partido. Quienes siguen oponiéndose a Trump de manera abierta son, en su mayoría, aquellos que han dejado sus cargos. Algunas de esas personas han dicho que temían hablar porque se enfrentaban a amenazas de violencia y represalias.

En unas primarias presidenciales tradicionales, la victoria indica un mandato democrático: el el ganador disfruta de la legitimidad popular, conferida por los electores del partido, pero también admite que los rivales derrotados y sus opiniones encontradas tengan espacio en el partido. Trump ya no lo tiene, pues ha utilizado las primarias como una herramienta para purgar la disidencia del partido. Los aspirantes republicanos que salieron de la contienda han tenido que demostrar su lealtad a él o arriesgarse a ser marginados. Su última rival republicana, Haley, es una dirigente con una trayectoria conservadora de décadas y quien formó parte del gabinete de Trump en su primer mandato. Ahora la ha aislado. “Esencialmente es una demócrata”, dijo el expresidente el día antes de su derrota en Carolina del Sur. “Creo que probablemente debería cambiar de partido”.

Ante la ausencia de un número suficiente de republicanos en puestos de poder que hayan demostrado que servirían a la Constitución y al pueblo estadounidense antes que al presidente, el país corre un riesgo enorme. Algunos de los republicanos que ya no son aceptados —como Adam Kinzinger, Liz Cheney y Mitt Romney— intentaron que el líder de su partido rindiera cuentas sobre su deber básico de defender la ley. Sin líderes así, el Partido Republicano pierde también la capacidad de eludir decisiones que puedan perjudicar a sus partidarios. John McCain, por ejemplo, votó a favor de salvar el Obamacare porque su partido no había presentado una alternativa y, de lo contrario, millones de personas habrían perdido su cobertura de salud.

Un partido sin disenso ni debate interno, que solo existe para servir a la voluntad de un hombre, es también un partido incapaz de gobernar.

Los republicanos del Congreso ya han probado que tienen disposición a obviar sus prioridades como legisladores con la instrucción de Trump. Recientemente, el país fue testigo de una muestra descarnada de esta lealtad durante los enfrentamientos relacionados con las negociaciones para una ley de presupuesto. Los republicanos llevan mucho tiempo presionando para que se adopten medidas de seguridad fronteriza más severas, algo que Trump impuso como la prioridad de la agenda del partido. Con una mayoría estrecha en la Cámara de Representantes y un acuerdo bipartidista sobre un compromiso en el Senado, los republicanos podrían haber logrado este objetivo. Pero en cuanto Trump insistió en que necesitaba la migración como tema de campaña, sus leales en la Cámara se aseguraron de que el partido perdiera la oportunidad de darle a sus votantes lo que habían prometido. Incluso el líder de la minoría en el Senado, Mitch McConnell, quien presionó a favor del proyecto de ley por meses, acabó abandonándolo y votó en contra. Hoy, McConnell anunció su respaldo a la candidatura de Trump, un hombre con el que no ha hablado en más de tres años, según han informado Jonathan Swan, Maggie Haberman y Shane Goldmacher del Times. Y la semana pasada, McConnell anunció que dejará su puesto de líder.

También, el partido parece dispuesto a abandonar sus promesas de apoyo a Ucrania y su compromiso de larga data con la seguridad de nuestros aliados de la OTAN en Europa. Cuando Trump despotricó sobre hacer que los países de la OTAN “paguen” o se enfrentarían a sus amenazas de impulsar a Rusia a “hacerles lo que les dé la gana”, muchos líderes republicanos no dijeron nada.

Por mucho tiempo, el Partido Republicano ha incluido a líderes con visiones muy distintas sobre la posición que debe tener Estados Unidos en el mundo, y muchos votantes republicanos pueden estar de acuerdo con la opinión de Trump de que Estados Unidos no debe implicarse en conflictos en el extranjero o incluso de que la OTAN no tiene importancia. Pero una vez que las posturas divergentes dejan de ser aceptadas, el partido pierde su capacidad de considerar cómo es que las ideas se ponen en práctica y cuáles pueden ser sus repercusiones.

En el primer mandato de Trump, por ejemplo, el secretario de Estado Mike Pompeo lo convenció de que no se retirara abruptamente de la OTAN. Si Trump lo intentara en un segundo mandato, el Congreso podría, en teoría, detenerlo: en diciembre, los legisladores aprobaron una medida que exige la aprobación del Congreso para que un presidente abandone la OTAN. Pero, como señaló recientemente Peter Feaver en Foreign Affairs, esas restricciones significan poco para un partido que se ha sometido al “dominio ideológico” de su líder. Marco Rubio, uno de los autores de esa legislación, insiste ahora en que tiene “cero” preocupaciones por los comentarios de Trump.

Para los estadounidenses puede ser tentador restarle importancia a estas acciones y considerarlas actos de políticos que hacen lo que sea para ser elegidos o ignorar el acoso de Trump a otros republicanos y desconectarse de la contienda hasta el día de las elecciones. En una encuesta reciente, dos tercios de los estadounidenses dijeron estar “cansados de ver a los mismos candidatos en las elecciones presidenciales y quieren a alguien nuevo”.

Pero dejar de prestar atención es un lujo que ningún estadounidense, al margen de su partido, puede permitirse. En 2024, Trump sería el candidato de un Partido Republicano muy diferente, que ha perdido todo el poder que alguna vez tuvo para contenerlo.

Este servilismo no era inevitable. Después de que Trump incitara el ataque al Capitolio del 6 de enero de 2021, algunos líderes del partido, en especial en el Congreso, dieron indicios de que estaban dispuestos a distanciarse de él. Los decepcionantes resultados del Partido Republicano en las elecciones de medio mandato de 2022 parecían debilitar aún más el respaldo a Trump, y añadían dudas sobre su influencia política a las ya conocidas preocupaciones sobre su compromiso con la democracia.

Pero después de que Trump anunciara su aspiración a ser el candidato republicano y se hiciera evidente que las diversas acusaciones en su contra no hacían sino reforzar su apoyo, esa resistencia desapareció. Ahora está utilizando estos casos para fines políticos: ha emprendido campañas para recaudar dinero para su defensa legal y ha hecho de sus comparecencias ante los tribunales oportunidades para poner en duda la integridad del sistema judicial.

La jueza federal Tanya Chutkan, quien supervisa el juicio federal por el 6 de enero, le impuso una orden de silencio para impedir que intimidara a los testigos. Chutkan señaló que los abogados de Trump no contradijeron el argumento de “que cuando el acusado ha atacado públicamente a personas, incluidos en asuntos relacionados con este caso, esas personas son, en consecuencia, amenazadas y acosadas”. El liderazgo del Partido Republicano ha guardado silencio.

Ahora que sus leales están en control del Comité Nacional Republicano y su nuera, Lara Trump, está en camino de convertirse en su copresidenta, es posible que pronto el partido se pliegue a la insistencia de Trump de que el partido pague sus gastos legales. Su campaña gastó alrededor de 50 millones de dólares en abogados el año pasado, y esos gastos aumentan a medida que se acercan las fechas de sus juicios. Un republicano destacado, Henry Barbour, ha liderado resoluciones que imposibilitan que el comité lo haga, pero admitió que ese esfuerzo no puede lograr mucho.

Trump también se ha hecho con el control de la maquinaria del partido a nivel estatal. Esto le ha permitido reescribir las reglas del proceso de las primarias republicanas y añadir contiendas en las que el aspirante más votado lo gana todo, algo que lo beneficia. Es el tipo de ventaja que los partidos políticos suelen dar a los presidentes en el cargo. Sin embargo, en el proceso, ha dividido a algunos partidos estatales en facciones, algunas de las cuales ya no se hablan. Los demócratas pueden ver la disfunción y las disputas entre los republicanos como una ventaja. Pero también significa que, para los demócratas, incluso las contiendas estatales y locales se tornan en contiendas contra Trump. En lugar de competir por los méritos en la política o la ideología, están compitiendo contra candidatos sin posturas coherentes, más allá de su lealtad al trumpismo.

Es posible que, pronto, los votantes republicanos ya no puedan elegir a su candidato, y que su única opción sea respaldar a alguien que le haga al país lo que ya hizo con su partido.

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