Trump sueña con un nuevo imperio estadounidense

Por Greg Grandin

The New York Times

Grandin es profesor en Yale y autor de America, América: A New History of the New World y otros libros.

Donald Trump ganó dos veces la Casa Blanca con la promesa de cerrar la frontera. Ahora se pone poético con la reapertura de la frontera, cuyo “espíritu”, dijo ayer en su segundo discurso de investidura, “está escrito en nuestros corazones”. Este mes ha hablado de comprar Groenlandia a Dinamarca, anexionar Canadá, recuperar el canal de Panamá y renombrar el golfo de México como golfo de América. “Qué nombre tan bonito”, dijo Trump, pronunciando la frase con énfasis en la última sílaba: a-me-ri-CA, no A-ME-ri-ca.

Este giro expansionista es sorprendente para un político más conocido por querer que la nación se atrinchere tras un muro fronterizo. Pero Trump es inteligente. Sabe, al parecer, que el nacionalismo enojado y encerrado en sí mismo que le hizo ganar el cargo puede ser autodestructivo, como lo fue durante su asediado primer mandato. Por tanto, estos llamamientos —a hacer que Estados Unidos no solo sea grandioso, sino también más grande en tamaño— se basan en una corriente de patriotismo más vigorizante: una visión de unos Estados Unidos en continuo crecimiento, en continuo movimiento hacia el exterior.

Las recientes declaraciones de Trump han emocionado a su base, y los entusiastas del MAGA utilizan las redes sociales para difundir planes de batalla para apoderarse de Canadá y mapas de unos Estados Unidos que se extienden desde el Ártico hasta Panamá. Pero Trump también está recordando a los fundadores, muchos de los cuales pensaban, de forma similar, que Estados Unidos tenía que expandirse para prosperar. “Extiende la esfera”, escribió James Madison en 1787; aumenta la “extensión del territorio” y difuminarás el extremismo político y evitarás la guerra de clases. “Cuanto mayor sea nuestra asociación”, dijo Thomas Jefferson en 1805, hablando de su compra de Luisiana, “menos se verá sacudida por las pasiones locales”.

En los años siguientes, Estados Unidos avanzó por el continente a una velocidad vertiginosa, invocando la doctrina de la conquista cuando tomó tierras indias y mexicanas, llegó al Pacífico y se apoderó de Hawái, Puerto Rico y otras islas.

Y más tarde, en el siglo XX, incluso después de que Estados Unidos, junto con gran parte del mundo, renunciara a la doctrina de la conquista, nuestros dirigentes seguían evocando una sensación de expansión potencialmente ilimitada, en la apertura de mercados para las exportaciones estadounidenses, en las guerras para librar al mundo de males, en la movilidad ascendente y una clase media creciente y en la ciencia y la tecnología, que ofrecían lo que el historiador Frederick Jackson Turner dijo en una ocasión que prometía el Oeste americano: “renacimiento perenne”.

Trump aprovecha esta historia social e intelectual, prometiendo “perseguir nuestro Destino Manifiesto hasta las estrellas”, incluso “hasta Marte”. Pero lo hace con ese estilo brujo que ha perfeccionado, que hace que las ideas convencionales suenen extravagantes.

Puede que sus detractores se burlen de la idea de anexionar Groenlandia. Pero resulta que tal anexión ha sido durante mucho tiempo un objetivo de los políticos estadounidenses, al menos desde 1867, cuando el secretario de Estado William Seward, poco después de comprar Alaska, consideró comprar la isla —e Islandia— a Dinamarca. Franklin D. Roosevelt le echó el ojo a la isla, y tras su muerte, la administración Truman, en 1946, ofreció a Copenhague 100 millones de dólares por Groenlandia. Los daneses declinaron la oferta. Más tarde, el vicepresidente de Gerald Ford, Nelson Rockefeller, propuso obtener Groenlandia por su riqueza mineral. En estas páginas, C. L. Sulzberger escribió en 1975, citando el interés nacional, que “Groenlandia debe considerarse cubierta por” la Doctrina Monroe, es decir, plenamente dentro del perímetro de seguridad de Estados Unidos.

En cuanto a la idea de Trump de añadir más estrellas a la bandera, William Kristol, un conservador del movimiento Never Trump, está de acuerdo con la idea, y ha sugerido que Cuba también podría convertirse en un Estado. Publicó en un tuit poco después de que Trump saliera de la Casa Blanca en 2021: “60 años con 50 estados es suficiente”. Si Estados Unidos iba a dejar atrás el trumpismo, tenía que crecer, un sentimiento con el que Madison estaría de acuerdo.

Y ahora aquí está el propio Trump, triunfante en su regreso y pregonando el crecimiento.

Pero está operando en un mundo muy distinto al de los expansionistas del pasado. En las décadas transcurridas desde que Bill Clinton dijo en 1993 que “la economía global es nuestra nueva frontera”, este país ha sido testigo de una constricción en su entendimiento de lo que es posible. Guerras traumatizantes, una clase media reducida, una deuda personal paralizante, tecnología distópica, catástrofes climáticas en serie, niveles de concentración de la riqueza propios de la Edad Dorada, una esperanza de vida estancada con una tasa de mortalidad juvenil alarmantemente alta: todo ello se ha combinado para crear una parálisis política.

La táctica imperial de Trump parece un intento de salir del punto muerto, de decir que no hay límites, que el país sí tiene un futuro. ¿Queremos Groenlandia? Tomaremos Groenlandia. ¿Queremos Canadá?

Según Politico, varios partidarios adinerados de Trump, especialmente en el sector tecnológico, consideran que Groenlandia es valiosa no por sus minerales o su posición estratégica, sino como una solución espiritual a nuestro malestar actual, una forma de devolver la sensación de que existe un propósito a un país a la deriva.

Pero los retos a los que se enfrenta este país no se resolverán huyendo a una frontera imaginada y esperando que su duro clima, como dijo un partidario de Trump, forje un “nuevo pueblo”.

Y aquí es donde la búsqueda a tientas de Trump de un grito de guerra se vuelve peligroso, pues al tratar la política internacional como si fuera un juego de Risk, está señalando que el mundo está regido por nuevas reglas, que en realidad son muy viejas: los poderosos hacen lo que quieren; los débiles sufren lo que les toca. Con todos sus defectos e hipocresías, el orden mundial que surgió al final de la Segunda Guerra Mundial promovía la idea de que la cooperación, y no la agresión, debía ser el presunto punto de partida de la diplomacia.

Las fantasías agresivas de anexión de Trump —sus amenazas de ampliar “nuestro territorio”, como dijo el lunes, de utilizar aranceles punitivos o la fuerza militar para reordenar las fronteras del mundo— dicen lo contrario. A pesar del tono altisonante de su discurso inaugural, aún quedaba mucha amenaza ofendida: “No nos conquistarán”, dijo, “no nos intimidarán”. Está enviando una clara señal de que el dominio, y no el mutualismo, es el nuevo principio organizador del mundo y de que la doctrina de la conquista, que se creía caduca, sigue siendo válida.

Es verdad, el mundo está plagado de guerras salvajes. Los grandes estrategas actuales, incluidos quienes guiaron el gobierno de Biden, no ven las guerras como algo a lo que hay que poner fin, sino como oportunidades para crear esferas de influencia.

En cuanto a China, Joe Biden siguió en gran medida el ejemplo de Trump en materia de comercio, y sus diversos esfuerzos por contener a Pekín han aumentado la probabilidad de conflicto, especialmente en torno a Taiwán o el Mar de China Meridional. Con la invasión rusa de Ucrania, con el asalto de Israel no solo a Gaza, sino también a Líbano y Siria, y con nuestras propias “intervenciones militares en Afganistán, Irak, Libia, Siria y otros lugares”, escribió el teórico jurídico Eric Posner, “estamos rodeados de las ruinas del derecho internacional”.

Así pues, las reflexiones imperialistas de Trump no están marcando tanto el ritmo como legitimando algo que ya existe: un nuevo orden mundial en el que se espera la agresión.

Aun así, su lenguaje desinhibido (su interés en provocar a los aliados y obligarlos a participar en juegos infantiles de dominación, como está haciendo con Canadá, Dinamarca y Panamá) aumenta la volatilidad de un mundo ya de por sí volátil. Una lección que nos enseña el pasado, especialmente el pasado imperialista al que Trump está recurriendo, es que abrir el tipo de equilibrio de poder beligerante y diversos frentes que opera hoy en día —Estados Unidos presionando contra China, presionando contra Rusia, y todos los países, en todas partes, tratando de sacar ventaja— conducirá a más confrontación, más riesgo, más guerra.

The New York Times

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