Una purga racista casi destruye a mi familia. Y otra se avecina

Por Timothy Soseki Kudo

The New York Times

Kudo es escritor y veterano de la Marina en las guerras de Irak y Afganistán.

Koji Kudo, número de identificación 4441-G. Tiene la cabeza afeitada, probablemente por una de mis tías, con la vieja maquinilla manual de cortar el pelo de la que se quejaba. Apenas mide 1,60 m, según la tabla de estatura que tiene detrás. La placa está sellada con plástico naranja y un imperdible que atravesaba un perno metálico la mantenía sujeta para exhibirla durante su encarcelamiento. Koji, el niño que 37 años más tarde se convertiría en mi padre, tiene entonces 10 años, es ciudadano nacido en Estados Unidos. Ya lleva más de un año encarcelado por su gobierno.

El 7 de diciembre de 1941, el Imperio de Japón atacó Pearl Harbor, el “día de la infamia” que trajo la guerra a Estados Unidos. Las personas de ascendencia japonesa pronto vieron cuestionada su lealtad, aunque muchas de ellas habían vivido en Estados Unidos toda su vida. Pocos meses después, el presidente Franklin D. Roosevelt firmó la Orden Ejecutiva 9066, con la que se iniciaba el encarcelamiento de unas 120.000 personas de ascendencia japonesa en la costa oeste —más de dos tercios de las cuales eran ciudadanos nativos—, así como de unas 15.000 personas de ascendencia italiana y alemana. En unos cuatro años, mi padre y sus hermanos habían perdido su ciudadanía por derecho de nacimiento y habían sido deportados a Japón.

Estados Unidos está ahora a punto de permitir que se repita una nueva versión de la misma profunda injusticia que casi destruyó a mi familia. Donald Trump prometió actuar de inmediato para empezar a reunir hasta 20 millones de migrantes —incluidos ciudadanos estadounidenses nacidos aquí a los que se concedió la ciudadanía por derecho de nacimiento— y deportarlos. Si logra su objetivo, aproximadamente una de cada 16 personas que viven en Estados Unidos podría ser encarcelada y deportada en los próximos cuatro años. El tiempo transcurrido entre la orden ejecutiva del presidente Roosevelt y la primera llegada al Centro de Reubicación de Guerra de Manzanar fue de 30 días. Trump emitió su propia orden el día 1, como había prometido, y las primeras personas podrían entrar en los campos de detención en febrero.

Mucho antes de convertirse en presidente, Roosevelt había promovido opiniones antiasiáticas y eugenistas. En una columna publicada en un periódico en 1925, escribió: “Cualquiera que haya viajado por el Lejano Oriente sabe que la mezcla de sangre asiática con sangre europea o americana produce, en nueve de cada diez casos, los resultados más desafortunados”.

El movimiento eugenista logró una importante victoria cuando el presidente Calvin Coolidge promulgó la Ley de Inmigración de 1924, que dio lugar a la creación de la Patrulla Fronteriza de EE. UU. y estableció estrictas cuotas de inmigración que pretendían preservar la composición racial existente en el país dando prioridad a la inmigración procedente de países del norte y del oeste de Europa y cortando casi por completo la inmigración asiática.

Mi abuelo había llegado aquí en 1906 y encontró trabajo de jornalero agrícola como parte de los issei, o primera generación de migrantes, que llegaron a la Costa Oeste desde Japón a principios de siglo. En la época de la orden ejecutiva de Roosevelt, mi abuelo llevaba viviendo en Estados Unidos unos 36 años, se había casado y tenía seis hijos (mi padre era el menor), y había utilizado los ahorros que había reunido para abrir un vivero de flores y cactus en el barrio de Little Tokyo de Los Ángeles. En marzo de 1942, el teniente general John DeWitt, alto mando militar responsable del sistema de encarcelamiento interno, emitió proclamas ordenando un toque de queda a las 8 p. m. y restricciones de viaje para las personas de ascendencia japonesa, así como la confiscación de radios de onda corta, armas y cámaras en su posesión, probablemente incluida la que mi familia utilizaba para grabar su vida antes de la guerra.

Finalmente, se dictó una orden de expulsión forzosa. Mi familia redujo sus posesiones a las bolsas que podían cargar y a un baúl. Mi abuelo perdió su vivero, su casa y sus pertenencias sin el debido proceso, y mi padre se vio obligado a renunciar al perro familiar que tanto quería. Muchos japoneses propietarios de pequeños negocios acabaron recibiendo centavos en ventas de liquidación, o vendieron propiedades a vecinos que prometieron devolvérselas después de la guerra solo para faltar a su palabra.

¿Cómo pudo ocurrir esto?

El gobierno de Roosevelt actuó con un mandato popular, y contó con la ayuda de alcaldes y gobernadores. Una encuesta del Instituto Americano de Opinión Pública realizada en marzo de 1942 reveló que el 93 por ciento de los estadounidenses apoyaba el encarcelamiento de los japoneses no ciudadanos, mientras que el 59 por ciento apoyaba la reubicación forzosa de los ciudadanos de ascendencia japonesa.

Pero incluso en esta grave situación, algunos japoestadounidenses se resistieron.

Minoru Yasui, abogado de Oregón y oficial de la reserva del ejército, que había sido rechazado cuando se presentó a filas después de Pearl Harbor y a quien posteriormente se le denegó el alistamiento en nueve ocasiones, y Gordon Hirabayashi, objetor de conciencia, fueron los primeros en presentar recursos legales. Ambos desafiaron la orden de toque de queda en actos de desobediencia civil.

Les siguieron Fred Korematsu, que rechazó la orden de presentarse para el traslado forzoso para poder quedarse con su novia italoestadounidense en la zona de la bahía de San Francisco, y Mitsuye Endo, empleada del Departamento de Vehículos Motorizados de California, despedida junto con todos los empleados estatales de ascendencia japonesa, que presentó una petición de habeas corpus impugnando su encarcelamiento en los campos. Pasarían más de dos años antes de que el último de sus casos llegara a la Corte Suprema.

Mi padre tenía 9 años cuando llegó a Manzanar y a menudo me lo describía como un campamento de verano. Hablaba de dormir en cabañas sin intimidad, del polvo, el viento y el clima, pero poco de las ramificaciones psicológicas o espirituales que sus padres y hermanos mayores debieron de hacer todo lo posible por ocultarle.

La resistencia al encarcelamiento en Manzanar pronto desembocó en un levantamiento en la prisión que el ejército sofocó disparando a 11 prisioneros, matando a dos. Después, se obligó a los internos a llenar un cuestionario para identificar y segregar a quienes eran desleales a Estados Unidos. Quienes respondieron negativamente a las preguntas 27 y 28 —en las que se les preguntaba si servirían en el ejército en combate “dondequiera que se les ordenara” y se les exigía jurar “lealtad incondicional a los Estados Unidos de América”— se ganaron el apodo de “no-no boys”.

Los motivos por los que los detenidos respondían que no eran diversos: la naturaleza confusa de las preguntas, el temor a que quien respondiera que sí sería reclutado inmediatamente y el deseo de protestar contra un gobierno que les había negado sus derechos humanos básicos. Cualquiera que fuera el razonamiento de mi abuelo para hacerlo, mi familia fue trasladada a la prisión de máxima seguridad de Tule Lake, que, según Densho, un archivo histórico digital sobre el encarcelamiento de los japoestadounidenses, contaba con 28 torres de vigilancia, 1000 soldados, vehículos blindados y tanques.

En 1943, los casos judiciales de Yasui y Hirabayashi, que impugnaban un toque de queda militar basado en el origen étnico, llegaron a la Corte Suprema, que se puso de parte del gobierno. El 18 de diciembre de 1944, el tribunal resolvió los casos de Korematsu y Endo, que impugnaban la propia orden de encarcelamiento. En una decisión de 6 a 3, el tribunal se puso en contra de Korematsu, permitiendo la exclusión de los estadounidenses de ascendencia japonesa de la Costa Oeste. Pero en el caso de Endo, el tribunal reconoció el derecho de los ciudadanos “leales” al debido proceso, lo que marcó el principio del fin de la política de Roosevelt. A algunos se les permitió salir de los campos, pero quienes permanecieron en Tule Lake siguieron enfrentándose a un encarcelamiento indefinido.

Como el gobierno no podía deportar legalmente a los ciudadanos salvo en casos de traición, el Congreso aprobó la Ley de Desnaturalización de 1944, que proporcionaba una vía legal para retirar la ciudadanía. Familias como la mía se enfrentaban a una decisión imposible: aceptar la deportación y recibir la libertad, o negarse y permanecer encarcelados indefinidamente.

En agosto de 1945, Estados Unidos lanzó bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, obligando a Japón a rendirse y poniendo fin a la guerra, pero mi familia no fue liberada hasta el 29 de diciembre. Mi abuelo, tras haberlo perdido todo y amargado por una nación que le había dado la espalda, aceptó enfrentarse a la deportación, para que él y sus hijos pudieran ser liberados. Tras más de tres años encarcelados sin causa ni debido proceso, mi familia salió de Estados Unidos en un barco de transporte militar, el General Gordon. Solo 81 días después, Tule Lake se convirtió en el último campo de concentración estadounidense en cerrar.

Mi padre y sus hermanos formaban parte de los 5589 nisei estadounidenses, o miembros de la segunda generación, que perdieron su ciudadanía por derecho de nacimiento y se vieron obligados a regresar a un Japón devastado por la guerra que la mayoría de ellos nunca había conocido. Mi padre hablaba poco de su estancia en Kumamoto, aparte de contarme que lo único que comía eran camotes, que detestó durante el resto de su vida, y que mi abuelo destilaba en shochu, del que empezó a beber demasiado.

Un día mi abuelo lo llevó a la orilla del mar para preguntarle qué quería ser cuando creciera. “Le dije que quería ser médico”, recordaría mi padre, antes de describirme la vergüenza de su padre por la vida a la que había condenado a sus hijos.

Reconociendo que un sueño nacido en Estados Unidos solo podía cumplirse allí, mi abuelo empezó a luchar para reclamar la ciudadanía de mi padre. Wayne M. Collins, el abogado de derechos civiles que representó a Korematsu y Endo ante la Corte Suprema, llegó a impugnar las renuncias a la ciudadanía. Cuando mi padre, que entonces tenía 15 años, solicitó reclamar su ciudadanía por derecho de nacimiento, ya se había creado un proceso.

El 8 de diciembre de 1947, mi padre volvió a ser ciudadano estadounidense cuando recibió una carta firmada por U. Alexis Johnson del Servicio Consular de EE. UU. en Yokohama; la guardó para el resto de su vida. Poco después, recibió un pasaporte, que fue sellado a su entrada en San Francisco el 3 de marzo de 1948. Pero el amigo de la familia que debía recibirlo en el puerto nunca llegó. Se quedó sin hogar hasta que protección de menores lo colocó con una familia blanca de acogida, donde aprendió a fumar cigarros y a conducir un coche con palanca de cambios.

En 1958, mis abuelos regresaron a Estados Unidos junto con los últimos hermanos de mi padre. Ese año, mi padre se convirtió en el primero de la familia en graduarse de la universidad, una educación financiada por la GI Bill tras su servicio en el ejército durante la guerra de Corea, y fue aceptado en la facultad de medicina que se convertiría en la Universidad de California, Irvine. Cuatro años después, mi padre prestó el juramento hipocrático en la Ceremonia de Batas Blancas de la facultad, y mis abuelos lo observaron desde el público.

A medida que mi padre ponía distancia entre él y Tule Lake, también lo hacía el país. Los informes de inteligencia revelaron más tarde que los japoestadounidenses no suponían una amenaza creíble para la seguridad de Estados Unidos. En 1983, la Comisión bipartidista sobre Reubicación e Internamiento de Civiles en Tiempos de Guerra informó de que el programa de internamiento fue una “grave injusticia” impulsada por “prejuicios raciales, histeria bélica y un fracaso de liderazgo político”. En 1988, el presidente Ronald Reagan firmó la Ley de Libertades Civiles, que ofrecía una disculpa formal a las víctimas supervivientes.

En 1990, el gobierno estadounidense concedió 20.000 dólares a cada uno de los 82.250 supervivientes. Pero el daño causado a mi familia, como a tantas familias que habían sido encarceladas, nunca se repararía. A pesar del éxito profesional de mi padre, su experiencia a manos del gobierno le crearía una herida duradera que se automedicaría con alcohol, como su propio padre, hasta que murió de cáncer de hígado a los 66 años.

Los paralelismos entre entonces y ahora son imposibles de ignorar. Trump ha explotado el miedo y la ira que recorren el país tras una epidemia incontrolada y una economía devastada por una gran recesión para convertir en chivo expiatorio a un grupo de personas que habían venido aquí solamente en busca del sueño americano. Como en la década de 1940, los funcionarios estatales y locales cómplices ya están dando señales de estar dispuestos a ayudarlo.

Si Trump lleva a cabo sus planes, seguramente supondrán una violación de la Decimocuarta Enmienda, que garantiza que los nacidos o naturalizados en Estados Unidos son ciudadanos, que no se pueden restringir sus derechos e inmunidades como ciudadanos y que el Estado no puede “privar a ninguna persona de la vida, la libertad o la propiedad, sin el debido proceso legal”.

Pero sabemos por esa misma historia que injusticias como esta pueden resistirse. Y ahora debemos hacerlo. Para hacer frente al gobierno de Trump sin concesiones, debemos alzar lo que Martin Luther King Jr. llamó una “coalición de conciencia”. Los líderes electos deben oponerse al asalto de los derechos constitucionales que han jurado conservar y defender. Los alcaldes y gobernadores de las ciudades santuario deben unirse en oposición, presentar recursos legales y negarse a permitir que se utilicen recursos locales de policía, administración y logística para llevar a cabo esta política inmoral. Y debemos luchar estado por estado en todas y cada una de las elecciones para todos y cada uno de los cargos hasta que hayamos hecho retroceder la marea de crueldad que recorre Estados Unidos.

Los individuos tendrán que participar en protestas y en la desobediencia civil no violenta. Debemos presionar a John Roberts y Neil Gorsuch para que se unan a sus colegas liberales de la Corte Suprema cuando les llegue el primer caso de prueba de la nueva orden de deportación. Ambos han repudiado la decisión del tribunal en el caso Korematsu, y el presidente de la corte Roberts escribió: “El caso Korematsu estaba gravemente equivocado el día en que se decidió, ha sido anulado en el tribunal de la historia y —para ser claros— ‘no tiene cabida en la ley según la Constitución’”.

Casi un siglo de pensamiento sobre la Segunda Guerra Mundial y el ascenso del fascismo nos ha advertido de este momento. Como escribe el estudioso del totalitarismo Timothy Snyder: “La mayor parte del poder del autoritarismo se otorga libremente. En épocas como esta, los individuos piensan de antemano en lo que querrá un gobierno más represivo, y entonces se ofrecen sin que nadie se los pida. Un ciudadano que se adapta de este modo está enseñando al poder lo que puede hacer”.

En lugar de eso, sigamos ahora el ejemplo dado por aquellos que resistieron. El ejemplo que dieron personas como Yasui, Hirabayashi, Korematsu y Endo; Wayne M. Collins; los “no-no boys” como mi abuelo, mis tíos y mi padre, quienes junto con más de 100.000 personas dentro de los campos participaron en el acto cotidiano de desafío conocido simplemente como supervivencia. Transmitieron sus historias para que, llegado el momento, supiéramos qué hacer para preservar el milagro de unos Estados Unidos en los que todos los niños nacen iguales ante los ojos de la ley.

Timothy Soseki Kudo, sansei (tercera generación de estadounidenses de origen japonés), es veterano de la Marina en Irak y Afganistán y está trabajando en una novela.

The New York Times

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