La Política Monetaria de Trump
Julio E. Diaz Sosa
Durante las últimas semanas hemos sido testigos de cómo el presidente Donald Trump ha presionado al presidente de la Reserva Federal, Jerome Powell, para que baje las tasas de interés. De igual manera, le ha pedido la renuncia e incluso ha amenazado con despedirlo.
Esta vez, su argumento es que Estados Unidos, por ser el país con mejor calidad crediticia del mundo, debería tener las tasas de interés más bajas. A primera vista, la afirmación suena razonable. Después de todo, un deudor confiable debería pagar menos intereses, ¿no? Pero en el mundo de las finanzas soberanas, esta lógica es tan simplista como engañosa.
Trump aplica una mentalidad propia del negocio inmobiliario: las propiedades de mayor calidad generan menores rendimientos porque representan menor riesgo. Así funciona el mercado de bienes raíces, especialmente en activos premium como las torres de oficinas clase A en Manhattan. Sin embargo, esta regla no se traslada automáticamente a los bonos soberanos de economías desarrolladas. En este ámbito, la calidad crediticia es un factor secundario. Lo que realmente determina los rendimientos de los bonos del Tesoro son el crecimiento nominal, las expectativas de inflación y la oferta anticipada de deuda.
Paradójicamente, muchos de los argumentos de Trump —como la fortaleza de la economía, la entrada de empresas extranjeras y la expansión del gasto— no justifican tasas más bajas, sino más bien todo lo contrario: implican un crecimiento robusto, presiones inflacionarias y mayor emisión de deuda. En otras palabras, está haciendo, sin querer, el caso perfecto para rendimientos más altos.
La visión económica de Trump se traduce en una estrategia clara: hacer que la economía «se caliente». ¿Cómo? A través de más aranceles, más gasto fiscal y una presión constante sobre la Reserva Federal para reducir las tasas. Este enfoque no es nuevo; Estados Unidos ya lo ha implementado en otros momentos, como entre 2003 y 2006, o tras la crisis financiera global. Sin embargo, hay una diferencia fundamental: en esos periodos no había tensiones comerciales, la inflación estaba bajo control y la independencia del banco central no se veía amenazada.
Hoy el escenario es más volátil. Aplicar aranceles como herramienta de política económica genera inflación por el lado de la oferta, al igual que un aumento de impuestos. Si bien estos efectos encarecen productos y erosionan el poder adquisitivo, no son razón suficiente para subir las tasas, como bien lo entienden los bancos centrales. La inflación inducida por choques externos o medidas fiscales no se combate con la misma receta que la inflación por exceso de demanda. Y, sin embargo, Trump insiste en forzar al banco central a responder a un tipo de inflación que no le compete.
Además, sus propuestas fiscales —nuevas rebajas de impuestos financiadas con ingresos arancelarios inflados— carecen de sustento técnico. Aunque busquen aparentar equilibrio presupuestario, solo agravan las preocupaciones sobre el crecimiento de la deuda y la sostenibilidad fiscal a largo plazo.
El problema de fondo es que Trump sigue viendo la economía estadounidense como un activo privado que se puede apalancar, reformular o vender como una gran propiedad en el Bajo Manhattan. Pero la macroeconomía no responde a esa lógica. Las tasas de interés soberanas no se fijan con base en intuiciones de negocios, sino en fundamentos macroeconómicos, expectativas de largo plazo y confianza institucional.
Sí, Estados Unidos es el mejor emisor soberano del mundo. Su capacidad para pagar deuda es incuestionable, ya que puede imprimir su propia moneda. Pero esa ventaja tiene un costo: si abusa de ella, genera inflación, deprecia el dólar y alimenta el nerviosismo en los mercados de deuda. La “calidad crediticia” no lo es todo si se pierde el ancla fiscal o la credibilidad monetaria.
En resumen, la política económica que propone Trump no solo contradice los principios básicos de la teoría financiera moderna, sino que también pone en riesgo la estabilidad del mercado de bonos, la independencia del banco central y, en última instancia, la posición global del dólar como moneda de reserva. A veces, el problema no es la falta de crédito, sino el exceso de confianza.
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