Chávez, capataz que hundió a Venezuela

Por Miguel Guerrero


Cuando escribía sobre Hugo Chávez, el engreído capataz que gobernó Venezuela, me llenaban de improperios. Me llegaban a raudales, como si estuvieran al acecho, esperando impacientes que me refiriera a su héroe. Confieso que Chávez era uno de mis temas favoritos. Y cómo no habría de serlo. Era la antítesis de la prudencia. La perfecta encarnación del nuevo revolucionario parido por la extrema derecha, de donde venía y en donde sus hechos lo situaban.

Era un “sultanato” y no una revolución la que él presidía y le dejó como herencia a quien los cubanos escogieron para sucederle.. Manejaba el erario venezolano como si fuera suyo. Hizo del petróleo y otras riquezas de su país un instrumento de sus ambiciones personales. No tenía control alguno de sus emociones. Decía cuanto se le ocurría sin importarle los escenarios.

La escena que protagonizó en Chile en el 2007, frente a sus colegas iberoamericanos, carecía de precedente. Le espantaba la posibilidad de no llamar la atención y esa obsesión le inducía a incurrir en los exabruptos a los que tuvo al mundo acostumbrado. Decidió insistir con lo de un frustrado golpe de estado que intentó desalojarlo del poder varios años atrás. Un fiambre. Un tema fuera de agenda para una cumbre ocupada en asuntos tan vitales como el agua y la cooperación entre naciones.

Sus quejas no tenían desperdicio. El hombre que encabezó un fallido pero cruento intento de golpe de estado contra un gobierno legítimo en su país, hablaba de golpistas y acusaba a otros del pecado que él mismo cometiera. No respetaba a nadie. El rey le amonestó cuando se hizo evidente que no dejaba hablar a Rodríguez Zapatero, quien le exigía respeto por un rival ausente, José María Aznar. Era un mal educado. No existía protocolo ni reglas que para él tuvieran valor. Usó el petróleo, como hiciera con el país, para imponerle sus criterios a otras naciones.

El Caribe

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