China logró producir autos eléctricos baratos. EE. UU. tiene que intentarlo también

Por Robinson Meyer

The New York Times

Pasó muy rápido, tan rápido que tal vez no lo hayas notado. En los últimos meses, los tres grandes fabricantes de automóviles de Estados Unidos —Ford, General Motors y Stellantis, la empresa del nombre peculiar que es propietaria de Dodge, Chrysler y Jeep— comenzaron a estar en un gran aprieto.

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Sé que esto puede sonar ridículo. Ford, General Motors y Stellantis obtuvieron miles de millones en ganancias el año pasado, incluso después de una larga huelga de trabajadores de la industria automotriz, y las tres empresas prevén un gran 2024. Pero hace poco, los Tres Grandes se vieron superados e imposibilitados de alcanzar sus objetivos de ventas de vehículos eléctricos al mismo tiempo que aparecía una línea de nuevos coches eléctricos extranjeros asequibles, listos para inundar el mercado mundial.

Más o menos hace una década, Estados Unidos rescató a los Tres Grandes y prometió que no volvería a hacerlo. Pero el gobierno federal va a tener que ayudar a estas tres empresas y al resto del mercado automotriz estadounidense de nuevo, muy pronto. Y tiene que hacerlo de manera adecuada —ahora mismo— para evitar el próximo rescate automotriz.

La mayor amenaza para los Tres Grandes procede de una nueva cepa de fabricantes chinos, en particular BYD, que se especializa en la producción de vehículos híbridos enchufables y totalmente eléctricos. El crecimiento de BYD es asombroso: vendió 3 millones de vehículos eléctricos el año pasado, más que ninguna otra empresa, y ahora tiene suficiente capacidad de producción en China para fabricar 4 millones de autos al año. Pero eso no es suficiente: está construyendo nuevas fábricas en Brasil, Tailandia, Hungría y Uzbekistán, que producirán aún más vehículos y pronto podría añadir a Indonesia y México a la lista. Se avecina una avalancha de vehículos eléctricos.

Los autos de BYD ofrecen un gran valor con precios que superan a los de cualquier alternativa de Occidente. A principios de este mes, BYD presentó un híbrido enchufable con un rango de autonomía totalmente eléctrico decente y un precio de venta al público de poco más de 11.000 dólares. ¿Cómo lo logra? Al igual que otros fabricantes chinos, BYD se beneficia de los bajos costos de la mano de obra de su país, pero esto solo explica parte de su éxito. Lo cierto es que BYD (igual que fabricantes chinos como Geely, propietaria de las marcas Volvo Cars y Polestar) es muy buena para fabricar automóviles. Estos han aprovechado el dominio de China de la industria de las baterías y las líneas de producción automatizadas para crear un gigante.

Los fabricantes chinos de vehículos, en especial BYD, representan algo nuevo en el mundo. Señalan que la acumulación de complejidad económica que China ha realizado por décadas está casi completa: mientras que antes el país fabricaba juguetes y ropa, y después electrónica y baterías, ahora fabrica automóviles y aviones. Además, BYD y otras automotrices chinas se están convirtiendo en empresas automovilísticas prácticamente globales, capaces de fabricar autos eléctricos que pueden competir en cuanto a costos de manera directa con los autos que funcionan con gasolina.

A primera vista, esto es bueno. Los autos eléctricos tienen que ser más baratos y abundantes si queremos tener alguna esperanza de cumplir nuestros objetivos climáticos globales. Pero plantea algunos problemas inmediatos y difíciles para los responsables de generar políticas públicas en Estados Unidos. Después de que BYD sacó a la venta su auto híbrido enchufable de 11.000 dólares, publicó en la plataforma de redes sociales chinas Weibo que “el precio hará temblar a los fabricantes de automóviles de gasolina”. El problema es que muchos de esos fabricantes de autos de gasolina son estadounidenses.

Hace tres años, Ford y GM planearon una ambiciosa transición a los vehículos eléctricos. Pero no tardaron en trastabillar. El año pasado, Ford perdió más de 64.000 dólares por cada vehículo eléctrico que vendió. Desde octubre, aplazó la apertura de una de sus nuevas fábricas de baterías de vehículos eléctricos, mientras que GM ha dado tumbos en la puesta en marcha de su nueva plataforma de baterías Ultium, destinada a ser la base de todos sus futuros vehículos eléctricos. Ford y GM han conseguido algunas victorias aquí (el Mustang Mach-E y el Chevrolet Bolt son éxitos modestos), pero no están compitiendo al nivel de Tesla o Hyundai, empresas que operan fábricas en estados del Cinturón del Sol, una región al sur Estados Unidos, que son menos favorables a los sindicatos.

Jim Farley, director ejecutivo de Ford, reveló hace poco que la empresa tenía un equipo secreto de desarrollo que estaba construyendo un auto eléctrico barato y asequible para competir con Tesla y BYD. Pero producir vehículos eléctricos de manera rentable requiere una habilidad organizativa y, como cualquier habilidad, lleva tiempo, esfuerzo y dinero desarrollarla. Incluso si Ford y GM sacan ahora nuevos diseños innovadores, estarán por detrás de sus competidores a la hora de ejecutarlos bien.

El otro problema que se cierne sobre Ford y General Motors es que sus estados de resultados, aunque parecían sólidos, ocultan una vulnerabilidad estructural. Pese a que las dos empresas han tenido buenos resultados en general en los últimos años, sus ganancias de miles de millones han procedido en su inmensa mayoría de la venta de un número más o menos pequeño de vehículos a un grupo reducido de personas. En concreto, los beneficios de Ford y GM se basan sobre todo en la venta de camionetas, vehículos todoterreno y crossovers a los estadounidenses adinerados.

En otras palabras, si el apetito de los estadounidenses por las camionetas y los todoterrenos disminuye, Ford y GM estarán en verdaderos apuros. Esto les plantea un dilema estratégico. En los próximos años, estas empresas deben cruzar un puente de un modelo de negocios a otro: deben utilizar sus ingresos sólidos en camiones y vehículos todoterreno para subvencionar su creciente negocio de vehículos eléctricos y aprender a fabricar vehículos eléctricos con rentabilidad. Si consiguen cruzar este puente pronto, sobrevivirán. Pero si sus beneficios en el sector de los vehículos deportivos utilitarios (SUV, por su sigla en inglés) se desmoronan antes de que su negocio de vehículos eléctricos esté listo, caerán en el abismo y perecerán.

Es por esto que la avalancha de vehículos eléctricos chinos baratos supone un problema tan grande: podría arrasar el puente de Ford y GM antes de que hayan terminado de construirlo. Incluso una ola de autos eléctricos competitivos de los fabricantes de automóviles del Cinturón del Sol (como el EV9 de Kia, un todoterreno de tres filas de asientos) podría comerse los beneficios de sus todoterrenos antes de que estén listos.

Quizá los Tres Grandes merecen la destrucción; después de todo, fueron ellos quienes nos hicieron usar los vehículos todoterreno en primer lugar y luego se rezagaron en la carrera de los vehículos eléctricos. Pero dejarlos morir no es una opción que el gobierno de Biden pueda sostener políticamente. Una meta de la presidencia de Biden es demostrar no solo que la descarbonización puede funcionar para la economía estadounidense, sino que puede reactivar comunidades agonizantes que dependen de los combustibles fósiles en el Cinturón del Óxido, una región en el noreste y Medio Oeste de Estados Unidos. Biden también ha batallado por conseguir el apoyo del Sindicato de los Trabajadores de la Industria Automotriz, que acaba de firmar un generoso nuevo contrato con los Tres Grandes y ahora los necesita para prosperar. En otras palabras, tiene motivos para ayudar a los Tres Grandes incluso antes de llegar a las duras realidades electorales: la industria automotriz tradicional emplea a más gente en Míchigan que ningún otro estado y el camino de Biden hacia la reelección requiere que gane Míchigan en noviembre (recordemos que Donald Trump ganó Míchigan por menos de 11.000 votos en 2016). Biden no puede permitir que la posibilidad de otro impacto desde China golpee la economía automotriz del Medio Oeste estadounidense. Entonces, ¿qué debe hacer?

La buena noticia es que el Congreso ya hizo parte del trabajo por él. Es posible que hayas oído hablar de los generosos subsidios de la Ley de Reducción de la Inflación para la producción nacional de autos eléctricos. ¿Puede ayudar en este caso? Puede, y lo hará, pero la ley por sí sola no tiene el alcance suficiente como para aislar a estas empresas de la amenaza que representan los vehículos eléctricos chinos. El fabricante chino de automóviles Geely se dispone a vender en Estados Unidos el todoterreno compacto Volvo EX30 totalmente eléctrico por 35.000 dólares. Ese precio —que al parecer incluye el costo de un arancel del 25 por ciento, impuesto por primera vez por el gobierno de Trump— compite con lo que los fabricantes de automóviles estadounidenses son capaces de hacer hoy, incluso con los subsidios de la Ley de Reducción de la Inflación.

Es posible que los subsidios no basten; Biden tendrá que imponer nuevas restricciones al comercio. Pero aquí es donde la cosa se complica. La necesidad de proteger el mercado automovilístico estadounidense de los vehículos eléctricos chinos es evidente, esencial en el terreno político, pero también es muy problemática. A corto plazo, los fabricantes de automóviles estadounidenses —incluso los fabricantes de automóviles eléctricos como Tesla y Rivian— deben protegerse de una ola de coches baratos. Pero a largo plazo, Biden debe tener cuidado de no aislar el mercado automovilístico estadounidense del resto del mundo, lo cual convertiría a Estados Unidos en un páramo automovilístico de vehículos sobrevaluados, caros y que consumen mucha gasolina. Los fabricantes chinos representan la primera competencia real a la que se enfrenta la industria automovilística mundial en décadas y las empresas estadounidenses deben exponerse a parte de esa amenaza por su propio bien. Eso significa que deben sentir el escalofrío de la muerte en el cuello y verse obligadas a levantarse y hacer frente a este desafío.

Esto podría hacerse de varias maneras. Una es sugiriendo a las empresas estadounidenses que cualquier restricción a la importación impuesta a los automóviles chinos en los próximos años no será necesariamente permanente. Eso podría animar a las empresas estadounidenses a aprender todo lo que puedan de su nueva competencia china, superando su arrogancia y reconociendo que las empresas chinas entienden ahora los aspectos de la fabricación de vehículos eléctricos mejor que las automotrices estadounidenses. Eso significa que los legisladores republicanos en particular deben reconocer que las tecnologías respetuosas con el clima representan el futuro de la industria mundial. Trump amenaza con que, si es elegido, eliminará la Ley de Reducción de la Inflación, a pesar de que está llena de políticas destinadas a ayudar a Estados Unidos a competir con los vehículos eléctricos chinos. No habría una manera más rápida de destruir la industria automovilística estadounidense como fuerza global.

Lo que Estados Unidos está tratando de hacer es bastante difícil. Queremos preservar la geografía económica y las instituciones de nuestra antigua economía basada en los combustibles fósiles y, al mismo tiempo, adaptarla para que funcione en un nuevo mundo sin emisiones de carbono. No deja de ser irónico que todos los implicados —demócratas, republicanos, las principales empresas automotrices— estén resentidos con China por haber conseguido lo que antes era un objetivo de hippies y ecologistas: popularizar y abaratar los autos eléctricos. Pero si ellos lo han conseguido, nosotros también podemos. Harán falta agallas y esfuerzos de buena fe. Debemos asumir que Ford y General Motors competirán con BYD y Geely por décadas, y debemos disfrutar de esa lucha.

Robinson Meyer es colaborador de la sección de Opinión de The New York Times y editor ejecutivo fundador de Heatmap, una empresa de medios de comunicación centrada en el cambio climático.

The New York Times

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