Cristianismo emocional

José Luis Taveras

En la concepción antropológica del cristianismo, el ser humano es una entidad esencialmente tripartita, integrada por a) el cuerpo (soma) que es su expresión física/biológica conectada al mundo material a través de los sentidos; b) el alma (psique) concebida como el asiento del pensamiento, la voluntad y las emociones; y c) el espíritu (neuma) abordado como la dimensión que le da conciencia/capacidad al alma para discernir realidades espirituales. El desafío humano es armonizar, en la dinámica de la existencia, esa composición.

En diferentes momentos la convivencia social ha estimulado, a través de la cultura, esas dotaciones humanas: racionales, emocionales, volitivas y espirituales. La humanidad ha vivido grandes provocaciones a cada una de ellas.

Así, durante la Edad Media, la cultura religiosa promovió la espiritualidad mística; en la era de la Ilustración (siglo XVIII) se alentó la razón, las ideas y la libertad, así como la creación artística como cauce de la emotividad estética. Hoy, la racionalidad científica se impone, a través de la innovación tecnología, para darle confort a la humanidad, pero, como paradoja, crece en paralelo una afición primitiva por la sensorialidad a través de la excitación de los sentidos. Humanismo, individualismo y hedonismo son las columnas que soportan esa cosmovisión.

El apetito por «sentir» se ha «viralizado» en Occidente, y la explotación de la emotividad compite con el raciocinio en un nuevo paradigma de bienestar.  La gente busca «sentirme bien» ya por medio del placer como experiencia gratificante o a través de las terapias de autoayuda. Nunca como en estos tiempos la literatura de autorrealización y neurociencias han visto tanta difusión. El coaching ha devenido en una industria millonaria. Hay escaseces emocionales no cubiertas. Se explora todo tipo de escapes y remedios al estrés de vivir en un mundo de carencias/conflictos o para llenar el vacío existencial que se ahonda con las insatisfacciones.

La emotividad (capacidad que genera respuestas psicofisiológicas a estímulos exteriores e interiores) no es espiritualidad, dimensión humana de mayor trascendencia que activa las percepciones espirituales, entre ellas la fe. Como reacciones temporales, las emociones duran mientras se mantenga el estímulo que las provoca.  La fe, en cambio, como sentido de comprensión y convicción de la divinidad, nace en las bases espirituales de la naturaleza humana. La fe no es emoción, aunque la impacta.

En la cultura occidental, de raíces judeocristianas, crece el agnosticismo como elección. Según la consulta de WIN/Gallup International realizada en 2017 con una muestra de 66,000 personas en 68 países del mundo, la República Dominicana quedó así: 48 % católicos, 21 % evangélicos, 28 % sin ninguna religión. De manera que, sin juzgar la autenticidad de su fe, la mayoría de los dominicanos es teísta. Por su parte, en el mundo la gente sigue creyendo; así, según los resultados de esta encuesta, el 71 % cree en Dios y el 54 % en la vida después de la muerte.

Durante el ministerio de predicación de Jesús en la Judea romana del siglo I, los cronistas de Los Evangelios (Mateo, Marcos, Lucas y Juan) destacaban que a Jesús siempre le acompañaba una multitud en sus recorridos «porque veían las señales milagrosas que hacía en los enfermos» (Juan 6:1-2). Estas personas no eran discípulos; se trataba de gente corriente incitada por la novedad del mensaje, los prodigios que hacía o la mera curiosidad religiosa. Eran «seguidores emocionales» movidos por apremios temporales.  No todos entendían su mensaje ni este influía en su carácter; eran, al decir del apóstol Santiago, «oidores y no hacedores de la palabra» (Santiago 1: 22).

En el dilema de la emotividad, como equivocada percepción de la espiritualidad, hoy yace un cristianismo light, de mucha euforia, pero sin arraigo. La gente acude a la fe detrás de vivencias místicas, pretendiendo «sentir» sin otros compromisos. Es un cuadro parecido a aquella multitud de admiradores que seguían a Jesús por los milagros, las sanaciones y las autoafirmaciones. Seguir a Jesús supone una decisión consistente de voluntad y no una afición meramente emocional.

El cristianismo está de moda como tendencia o estilo popular. Hoy, la «música cristiana» se escucha en las bocinas de las tiendas; el «buenos días» se sustituye por una bendición y las arenas, los estadios o las megaiglesias se abarrotan de masa para delirar con un espectáculo litúrgico lleno de luces, sonido y efectos digitales; otras veces para escuchar a estrellas de la «música cristiana» que marcan registros en Billboard, Spotify y reciben Grammy.

Y no es que «gozarse» en la fe sea objetable; claro que no. Lo es, sin embargo, cuando esa experiencia se queda ahí y no trasciende a mayores compromisos, como el carácter de vida. La fe se disfruta, se proclama, pero sobre todo se vive: es testimonial. Se evidencia en los frutos, esos que nacen del carácter modelado según la imagen de Jesús.

El cristianismo bíblico no es respuesta al apetito por las catarsis; es una elección de vida influida en valores: perdón, gracia, justica, paz, compasión. Ese cristianismo orgánico, articulado en la vida más que en la emotividad, nunca ha sucumbido y ese es el que precisan los tiempos en un mundo que pierde identidad, propósitos y rumbo.

Diario Libre

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