El Estado: ¿interventor o protector?

Altagracia Paulino

Hace treinta y tres años que fue concebido el consenso de Washington, que dio origen al modelo económico diseñado principalmente para los países en desarrollo, en busca de un cambio ante la debacle provocada por las crisis de la llamada década perdida los 80.

El Consenso de Washington propuso reformar al Estado para la reducción de su papel como benefactor y propiciador del estado de bienestar con el que se estrenó el mundo pasada la segunda guerra mundial.

La idea concretada entre Ronald Reagan y Margaret Thatcher incluyó puntos claves, como recortar el gasto público, la disciplina fiscal, la liberación de la tasa de interés, la flotación de la tasa de cambio, liberalización de los aranceles, y la más relevante, la liberalización del comercio internacional.

Con este modelo se redujo al mínimo la intervención del Estado, dejándolo solo como regulador, por lo que muchos países debieron ceñirse a las nuevas normas o quedaban fuera y hasta sancionados por no agregarse.

Esa política propició que Estados que manejaban riquezas, se desprendieran de ellas para dar paso al proceso de privatización en el entendido de que, al ser mal administrador, propiciaba el estancamiento económico en el que se encontraban muchos países y dio paso a que el sector privado se alzara con bienes que fueron públicos desde sus inicios.

Al Estado solo se le permitió hacer las veces de regulador y casi siempre el regulado controló al regulador por el poder económico de este frente a una débil institucionalidad administrativa.

El modelo visto con recelo por muchos, como Joseph Stiglitz, quien afirmó que “El fracaso del Consenso de Washington se debió a las fallas en su diseño inicial, que las hizo incapaces de alcanzar simultáneamente la estabilidad de precios y un crecimiento económico sólido con desarrollo social”.

Ciertamente, el modelo no permitió el desarrollo social sino todo lo contrario, porque no todas las recetas sirven para las curas, y los gobiernos se adhirieron quedando sin recursos para afrontar las demandas de una población cada vez más empobrecida.

Contextos como las suscitadas con la pandemia de covid-19, en la que los Estados han debido intervenir para mitigar los efectos de esta, el suministro de las vacunas, los subsidios para que la gente no muera de hambre, son realidades para reflexionar seriamente sobre el papel del Estado.

Con la pandemia los gobiernos debieron no solo asistir a los más pobres, tuvieron que asumir a las empresas para que no desparecieran.

Lo mismo ocurrió en la crisis subprime del 2008, que estremeció al sector financiero global y tuvieron los gobiernos que asumir las pérdidas a expensas de descuidar compromisos con sus ciudadanos.

A partir de lo que ha pasado y está pasando, hay que pensar seriamente en si se fortalece al Estado o se deja que el sector privado – que ha crecido en nuestro país a la sombra de lo público- sea el que maneje los recursos de todos.

Nuestra Constitución protege la inversión privada, la libre empresa, el libre comercio, y defiende también el patrimonio público. Lo que debe ocurrir es que los administradores de lo público sean idóneos, que entiendan que se les va a pagar para que administren y rindan cuenta ante la sociedad y ante la Justicia. Así habrá Estado de derecho.

Publicado en Hoy

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