El oficio de columnista

Miguel Guerrero

Fuera Oscar Wilde o José María Vargas Vila, recurro a la pérfida memoria, quien dijera que es “más fácil esclavizar el alma de un hombre libre que liberar la de un esclavo”, poco importa para los fines de esta entrega, porque la obligación de redactar una columna y hacer un comentario diario pueden ser formas benignas de esclavitud.

El oficio de columnista no es tan fácil como parece, especialmente si se hace a diario, como he venido haciendo desde septiembre de 1978, porque se tocan muchos callos y se corre el riesgo de lastimar a gente a quien se quiere y admira. En los 43 años y meses como columnista he publicado alrededor de 15,000 artículos, la mayoría de ellos críticos del poder y de denuncias sobre malas actuaciones en el sector público y el único mérito que reclamo por el esfuerzo es el no haber incurrido en un desatino que motivara alguna demanda, como ocurre a menudo en nuestro ambiente político y social contra colegas de más talento. También me ufano de haber observado las reglas del buen decir en todo ese largo trayecto y sólo en una oportunidad me pararon un artículo. Ocurrió durante la administración de Jorge Blanco. El Caribe no salía los domingos y el sábado Germán Ornes detuvo su publicación. En la redacción al día siguiente, momentos antes de retirarse, Ornes me entregó la columna sin ninguna corrección para que se usara en la edición del lunes y sólo me pidió que la leyera de nuevo. Tras hacerlo la rompí y corrí a mi escritorio a redactar una nueva.

En la escalera, a punto de retirarse del periódico, Ornes la aprobó. “Usted no la ha leído”, le observé. Su respuesta fue: “Si rompiste la otra no tengo necesidad de leer esta”. Esta experiencia me sirvió más que todas mis lecturas y los años de universidad. Con él aprendí todo lo que el buen periodismo puede enseñar cuando se ama y valora este oficio.

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