Juegos prohibidos y regalos ausentes
Luis Beiro
Fui un niño dichoso. Mis navidades no fueron las mejores, pero se codeaban entre ellas. Mi abuela materna preparaba un enorme arbolito y un nacimiento con montañas de cartón y papel desdibujado, semejando el camino de Belén.
Alrededor de ese museo de figuritas, bolas, estrellas y botas rojas y blancas dormirían mis ansiados regalos, celosamente envueltos la víspera de cada efeméride sagrada. No podía dormir de solo pensar en las barbas de Santa, en las estrellas de Año Nuevo y en llegada de los magos de Oriente y sus camellos repletos de mensajes.
Desde el amanecer navideño comenzaba la fiesta y mi casa se llenaba de primos, vecinos y adultos con ojos brillosos al contemplar obsequios de los mensajeros de Dios. Me dejé embrujar por la indiferencia de mis padres y padrinos.
Me divertía con aquellos presentes. Sabía protegerlos dentro de sus propias recompensas. Similar resguardo recibían los caballos de madera y soldaditos de plomo.
El tiempo mostró que el cariño no llegaba por entretenimientos infantiles, sino por un precio mayor. A mis ocho años, los tanques de guerra cruzaban victoriosos por las avenidas de su ciudad. A partir de entonces, Santa y los Reyes Magos demoraban en llegar, y un buen día, desaparecieron para siempre de mi entorno.
Nunca obtuve flores, ni espejos, ni deseos añorados. Ese tipo de regalos no llegaban a mi árbol navideño envueltos en papel de celofán. Salí a buscarlos cuando supe que nadie era capaz de entregar una carta con una verdad semejante a mi propio riesgo.
Tuve que salir al mundo sin escudos ni maderos en forma de disfraz.
Y la larga, los regalos de mi infancia envejecieron o quedaron relegados en cajones viejos mientras mi mente anhelaba un sentimiento extraño, dentro de una nueva realidad, en apariencia, hecha para mí. La familia trató de hacerme feliz y un día descubrí el supuesto bienestar. Mi gente no portaba antifaces, pero sabían cómo usarlos y colocarlos sobre mi rostro sin que me diera cuenta.
Amaba la igualdad. Me impulsaban deseos de un mundo con espadas y pistolas justicieras. Fui incapaz de comprender la ilusión óptica, de un joven ajeno del cambio de colores.
Me pesaban las pompas de jabón, como si el lavado de cerebro mereciera una corona de laurel. El encanamiento me abrió los ojos. Me vi ascendiendo a una montaña junto a espléndidos soldados que jamás me dieron de beber.
Todo final tiene una recompensa y la mía fue comprender mi naturaleza de escribir. Esa precoidad alguna vez me ayudaría a entender que no todo vuelve al punto de partida porque siempre queda una página en blanco que deberá ser llenada con una supuesta verdad.
Con realidad y fantasía continúo creyendo que Santa Claus, las estrellas encantadas y los Reyes Magos no podrán morir porque los deseos insatisfechos caerán en el abismo de los tontos que todavía piensan vivir en paraísos de urracas y serpientes.
Los sonidos importantes son realmente inesperados como esos regalos infantiles que evitan el cataclismo alucinante. El viento no podrá derribar un árbol con raíces fuertes; solo podrá partirlo a la mitad porque todavía tiene, junto a sus agallas, modos de sobrevivir entre piedras y fuegos.
Por eso celebro el fin de cada año y el comienzo de otra aventura imaginaria donde siempre tendré tiempo de volver a leer lo que escribí cuando me atrevo a pensar en algo que no creo. Los monstruos no tienen garras, ni ojos gigantes, ni echan humo por la boca. Se parecen mucho a los humanos.