La dignidad que el vencedor no puede vencer
Por Farid Kury
Cuando el profesor Juan Bosch se convirtió en febrero de 1962 en el primer presidente electo democráticamente después de la muerte del dictador Rafael Leónidas Trujillo, no ignoraba que podía ser derrocado. Aunque había vivido 24 años en el exilio conocía el atraso de la sociedad dominicana, que dificultaba la marcha de un gobierno democrático como el que se proponía encabezar y lo exponía a ser víctima de un golpe de Estado en cualquier momento.
Incluso, en su libro Crisis de la democracia en América Latina, señala que le habló al vicepredidente Tamayo González de esa posibilidad. Y efectivamente, su gobierno tuvo escasos días de paz. Desde que se Juramentó, la conspiración cuartelaria empezó a gestarse hasta que, siete meses después, fue consumada con la mayor felonía.
El 25 de septiembre el gobierno amaneció derrocado, y el presidente de 53 años, cuyo delito era hacer un gobierno democrático, ananeció preso en la tercera planta del Palacio Nacional. Y tres días después, el 28, por disposición de la junta militar fue enviado al exilio. Otra vez al exilio. La primera vez fue una especie de un autoexilio cuando por no querer servir a la dictadura de Trujillo prefirió irse del país. Pero ahora es por intentar hacer un gobierno honesto, democrático y sin odios.
En esta ocasión se iba con el alma triste. Cuando abordó la Fragata Mella, la misma que por años y años sirvió de desahogo para las bajas pasiones del tirano, llevaba el corazón desgarrado y decepcionado. Le acompañaba su inseparable esposa, Carmen Quidiello. La había conocido en la década de los cuarenta en Cuba en un autobús. Conquistó su corazón y ella el suyo, y desde entonces decidieron unir sus destinos. Todas las amarguras del exilio y todo el trajinar, de país en país, los sufrió sin quejarse ni amilanarse. Con estoicismo admirable asimilaba su papel de Eva al lado del insoportable Adán.
Ella también iba con su alma apagada. Habían regresado a la patria llenos de gozo y sueños. Soñaban con empujar las ruedas de la democracia. Con ponerlas a rodar, a correr, a alta velocidad. Soñaban con crecer en libertad y justicia social. Pero ahora se iban con sus almas afligidas y con los sueños desparramados. Los forzaban a marcharse derrotados, dejando en el poder supremo de la nación, a unos lobos hambrientos y devoradores.
Ahora se iban, ultrajados y decepcionados, como un día hubo de marcharse, ofendido y maltratado, el más puro dominicano, el que todo lo sacrificó por nuestra independencia, Juan Pablo Duarte. Y como un día también, antes de Duarte, hubo de marcharse, enfermo, enflaquecido, tuberculoso, ultrajado, y vilipendiado, el gran libertador, el de las guerras portentosas, Simón Bolívar, aquel que a lomo de caballo cruzó varias veces Los Andes y liberó del dominio español a cinco naciones. ¿Será ese el destino de los grandes hombres?
Bosch conocía bien la fragata. Como presidente, de cuando en cuando, se había reunido en ella con los propios militares que ahora manchaban sus uniformes al violar el juramento de defender el poder civil libremente elegido. Los acompañaba Antonio Imbert Barrera. El prestigio del general, ganado por su participación en el ajusticiamiento del tirano y por sobrevivir a la persecución mortal desatada por Ramfis Trujillo, lo convertía de hecho en responsable de lo que pudiera acontecer a bordo. En realidad, era una manera de garantizar que llegaran a sus destinos sanos y salvos. No fue por casualidad que el propio Bosch pidiera que los acompañara. Pero en aquellas horas ni siquiera con él le interesaba hablar. Prefería encerrarse en su camarote y allí entregarse al silencio de su pensamiento. En Santo Domingo su voz de demócrata la conocían hasta las piedras. Nadie había hablado y predicado con más pasión y devoción que él. Entonces ¿Qué podía hablar ahora si el crimen había sido consumado con la mayor indiferencia, alevosía, acechanza y complicidad? El silencio también es una forma de hablar, y a veces, cuando el dolor es muy intenso, resulta más elocuente.
La dominicana era una sociedad atrasada, pero con deseos de avanzar. Le hacía falta un presidente que no se entregase a la maldad, a la acumulación de riquezas, a la indiferencia y al sólo deseo de gobernar y satisfacer su vanidad. Un presidente también con sensibilidad humana y con visión progresista. Ese presidente era Juan Bosch. Así lo entendió el pueblo dominicano cuando lo eligió con el 60 por ciento de los votos. Al profesor lo habían elegido los hambrientos, los que nacían y morían descalzos y analfabetos. Esos fueron los responsables de ese triunfo. Para ellos gobernó y para ellos iba a seguir gobernando. Pudo gobernar tranquilo, sin tropiezos, sin tensiones ni sobresaltos. Pudo completar su período y otro período y quizás más períodos, como otros. Sólo tenía que darle la espalda a esos sectores, traicionarlos.
En América Latina, los presidentes muchas veces sufren una metamorfosis crónica. Enarbolando discursos altisonantes y revolucionarios conquistan los corazones del pueblo, pero ya en el poder abrazan la oligarquía y jamás se acuerdan de los pobres. Pudo asumir esa conducta y dedicarse a disfrutar de las mieles del poder. Pero Bosch se negó a ser ese clásico gobernante de América. Esa no era su naturaleza. Así actúan los políticos torcidos y oportunistas, y él no era una cosa ni la otra.
Aquí en Santo Domingo intentó construir un hermoso proceso donde por vez primera los intereses de los de abajo eran valorados. Intentó construir una sociedad justa, sobre la base de nuestra soberanía, de nuestro orgullo, de nuestros héroes, de nuestros valores y de nuestra cultura. De su lado estaba el derecho, la justicia y la razón. Del otro lado, del lado de los golpistas, sólo estaba la fuerza. Y se impuso la fuerza. Pero ese gobierno de facto no se sostendría mucho tiempo. Días vendrán en que el pueblo enarbolará el canto de la esperanza. Por ahora sólo le quedaba hacer suya una hermosa y conmovedora frase del poeta Pablo Neruda, cuando huyendo a la persecución política, atravesó las montañas de los Andes y cruzó la frontera con Argentina y en una choza abandonada y desvencijada dejó grabado ese grito: “Hasta luego, patria mía. Me voy pero te llevo conmigo”. Y volvió, con tanta o más dignidad, porque la suya era una dignidad que el vencedor no podía vencer.