OTEANDO
Haití y nuestra estabilidad
Emerson Soriano[email protected]
Si soy lo más sincero posible tengo que reconocer que antes, cuando oía hablar de la inviabilidad del Estado haitiano, me enredaba en cavilaciones infructuosas acerca del motivo real de tales aseveraciones. Analizaba su procedencia, su tinte, el posible grado de prejuicio y los fines que perseguían. Me crié en la provincia fronteriza de Dajabón y, de niño, para ver un haitiano, nuestro padre solía llevarnos a un promontorio a orillas del río Dajabón (Masacre) desde donde, oteando con suma dificultad, apenas si alcanzábamos a ver uno en labores agrícolas, lo que constituía un acontecimiento. ¡Mira uno allá! exclamábamos al unísono.
Eran los días de Françoise Duvalier en Haití y de Joaquín Balaguer aquí. Dictadura y autoritarismo se conjugaron y se las arreglaron para propiciar un clima migratorio contenido ya por cooperación disimulada, ya por represión manifiesta. Pero aquello solo estaba posponiendo un fenómeno que tarde o temprano se haría patente, como se está haciendo desde hace más de tres décadas: los haitianos migran masivamente hacia nuestro territorio por la desesperación que les provoca el hambre, la insalubridad y el desamparo de un Estado verdaderamente fallido que, como tal, no ofrece ninguna garantía de sobrevivencia. ¿Qué hacer ante una situación semejante? ¿Es aconsejable que guardemos la cabeza como el avestruz y, con indiferencia e irresponsabilidad, no hagamos nada? En modo alguno. No es posible que nos concentremos exclusivamente en lo que algunos llaman “nuestros problemas”, pues Haití y los haitianos también lo son, si no por vocación humanitaria por realidades territorial, política económica y social. De ahí que no es en nada reprobable la declaración conjunta de tres presidentes, incluido Luis Abinader, contentivas de una propuesta de desarme de Haití como base de una estrategia integral de cooperación para la transición hacia una democracia sostenible en dicho país. El statu quo imperante en Haití representa un grave peligro para nosotros que desborda el simple asombro, porque amenaza nuestra propia estabilidad en sentido general. De modo que la situación demanda dejar de lado los colores políticos y prestar nuestro mejor concurso al gobierno en el reto que tiene por delante para minimizar sus consecuencias. El tema no admite politización, demanda cooperación y sentido común. El territorio, la nación y el Estado dominicanos son de todos, preservarlo es responsabilidad colectiva que no digiere mediocridades y, a quienes se equivoquen en ello, la historia no los absolverá.