Algunas reflexiones

Celso Marranzini

Hace unos días, conversando con unos amigos sobre la situación de Ucrania, me vinieron a la mente una serie de reflexiones, producto de la lectura de varios artículos y análisis sobre el tema.
Esta no es una guerra entre Rusia y Ucrania. Es la guerra sin sentido de un hombre, Putin, contra una nación que se resiste a ser ocupada y sojuzgada para satisfacer el propósito delirante del líder ruso de reconquistar los territorios que en su momento fueron parte de la gran Unión Soviética.

La saña con que se ha llevado a cabo esta guerra y las masacres que ha provocado son comparables a las acciones bélicas de Hitler. Son pocos los países que la apoyan y, por el contrario, ha suscitado el rechazo incluso de parte de la población rusa. Está por verse cómo terminará esta situación, con la esperanza de que no escalen los daños y la pérdida de vidas.

Uno se pregunta ¿cómo se llegó a esta situación? Hay diferentes opiniones, algunos argumentan que los diplomáticos fallaron en lograr un acuerdo, otros van más allá y piensan que las guerras, en general, se producen por la poca importancia que se da al cultivo de las buenas relaciones internacionales. Esto me hace recordar que cuando, años atrás, la candidata a la vicepresidencia de los Estados Unidos, Sarah Palin, fue interrogada sobre su capacidad en el área de política internacional, ella respondió que era una experta en el tema debido a que residía en Alaska, muy cerca de Rusia, y sabía bien cómo interactuar con su gigante vecino. No en balde fue por un tiempo en el gran hazme reír del mundo.

Pero, volviendo al tema: ¿Es que realmente hay sentido en esta o cualquier otra guerra que ha sucedido? El Papa Juan Pablo II dijo en una ocasión “la guerra es una derrota para la humanidad”. Y así es, aun cuando haya un grupo “ganador” sus resultados son negativos, devastadores para toda la humanidad.

No deja de sorprenderme la gran contradicción que somos los humanos, por un lado, tenemos un enorme potencial para hacer el bien y por el otro una nefasta capacidad para albergar el mal y provocar destrucción. A lo largo de la historia se suceden actos y hechos que manifiestan una gran nobleza, generosidad y sacrificio, como los de la Madre Teresa de Calcuta, Martin Luther King, Mahatma Gandhi, Nelson Mandela y tantos otros como ellos, que se han distinguido por tejer con hilos de amor y solidaridad las injustas grietas sociales provocadas por el egoísmo. Por otra parte, hay actos como la esclavitud, los genocidios, las guerras producto de todo tipo de ambiciones y una desmedida ansia de poder y dominio; por eso hay figuras como Trujillo y tantos otros dictadores, el monje Rasputín y muchos otros intrigantes.

No se si peco de optimismo al pensar, que como dicen: “si el mal abunda, el bien sobreabunda” y parte del motivo por el cual el mal es sobredimensionado es porque destacamos más los hechos negativos que los positivos. El presidente Kennedy expresó una vez que las personas debíamos fijarnos y celebrar más la vida de los pensadores y científicos y menos en los logros militares. Tal vez esta postura sería el comienzo para disminuir los conflictos.

Creo que el asunto no es para tomarlo a la ligera y debemos comenzar por interpelarnos nosotros mismos. Los conflictos militares y diplomáticos no son más que un reflejo magnificado de lo que hay dentro del corazón de cada persona, no sólo de los políticos y los grandes generales.

Empecemos por revisar cada uno, la forma en que manejamos los conflictos personales, familiares y laborales. ¿Nos movemos guiados por nuestros propios intereses solamente o tenemos en cuenta los de los demás? ¿En cada situación tratamos de tender puentes o crear muros? ¿Promovemos la solidaridad o fomentamos y aplaudimos la competencia y la rivalidad?

Muchos nos proclamamos como personas de fe y tenemos claros cuáles actitudes y valores deben guiar nuestras actuaciones.
Reafirmemos, celebremos y seamos ejemplo de estas creencias. Que con nuestro accionar diario y nuestra manera de enfrentar las diferencias podamos contribuir con la cultura de la paz. Este podría ser el legado más importante que ofrezcamos a las generaciones más jóvenes.

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