El veneno de las redes sociales

José Luis Taveras

Los bombardeos tóxicos no se agotan: noticias falsas, groserías, bulos, tramas y difamaciones. La expresión colectiva que se canaliza a través de las redes sociales es cada día más infecta. Conectarse es entrar a un inframundo donde se drenan los sentimientos más oscuros:  burlas, envidias, frustraciones e insidias.

Hoy el social media es un patíbulo para linchar honras, vaciar desechos y urdir venganzas.  En ese espacio se acusa, se juzga y se condena impunemente y sin derecho a defensa.  Lo que se puso a rodar por los carriles de los «views», los «compartir» o los «retuits» se impone como verdad, aunque nunca lo sea.

No ha bastado que en el país exista la Ley 53-07, sobre Crímenes y Delitos de Alta Tecnología, que sanciona, entre otras, la difamación, la injuria, las amenazas, el acoso y la manipulación emocional a través de medios —electrónicos, informáticos, telemáticos, de telecomunicaciones o audiovisuales— para desalentar el uso insidioso del social media.  Pero el apetito morboso se impone al temor coercitivo de la ley y se asumen sin reparos las consecuencias, solo por el torcido deseo de la notoriedad, ese concepto de «fama sin talento» que premian las sociedades decadentes.

La privacidad es una noción que caduca en las redes sociales. No hay reservas para la moderación. Casi todo se publica, se celebra y se promueve. Cuando existe una exposición tan abierta, se pierde moral para reclamar luego el cese de la intromisión ajena. Y es que las murmuraciones que entre dientes se susurraban en los barrios, hoy son las «verdades» –en buen dominicano– que se enrostran en las redes y plataformas digitales.  Quizás con una menuda diferencia: antes el espacio de circulación eran ocho o diez cuadras urbanas; hoy, los usuarios activos de las principales redes sociales suman algo más de la mitad de la población mundial: 3,000 millones en Facebook, 1,200 millones en Instagram y 543 millones en X, por citar algunas.

Y es sencillo: las redes sociales son medios. Sus contenidos son creaciones o reproducciones de los usuarios, una manada digital que no siempre razona, decodifica ni hace abstracciones; solo reacciona y replica lo que le provoca. Su lenguaje predominante es emotivo y, como tal, instintivo. En la dinámica de sus interacciones no hay construcción conceptualmente relevante. Los juicios vienen con la marca del prejuicio y la descalificación como ideología de los tiempos.

¿Quién las controla? Nadie. Ni los Estados ni las corporaciones que las gestionan han querido. Los primeros porque no aspiran a confrontar dos valores constitucionales en pugna: el derecho a la libre expresión y el de la privacidad. Tampoco quieren ser juzgados por aprobar leyes «mordaza» que de alguna manera pudiesen colidir con la libertad de pensamiento y expresión. Las operadoras de redes menos; son un negocio, y cualquier restricción sensible a su uso y contenido limitaría flujos, interacciones y, por ende, la publicidad que se coloca.

Aportamos, con nuestros comportamientos en las redes, la información que luego las operadoras venderán a sus verdaderos clientes: las empresas de bienes y servicios, los agentes de gestión publicitaria o de marketing digital. Así, en la estructura del negocio publicitario, los usuarios no somos clientes, ¡somos el producto!

Y es que el negocio reside en la data que recoge los patrones de uso anónimo sobre los intereses, hábitos de consumo, preferencias y las edades de los usuarios. Esa información se acumula, procesa y ordena a partir del trabajo de los algoritmos. Usando las diversas herramientas de medición, las operadoras pueden conocer los intereses de sus usuarios y crear segmentos a los cuales alcanzarían con la publicidad según su edad, intereses y redes de contactos.  De esta manera, solo el año pasado, la empresa Meta, matriz de las redes sociales Facebook, Instagram, WhatsApp y otras, reportó utilidades netas por 62,360 millones de dólares, ¡casi la mitad del producto interno bruto de la República Dominicana!

Hoy las redes sociales están regidas por una autorregulación soft law provista por las propias operadoras, que establecen pautas mínimas sobre los contenidos y cuya aplicación realizan de manera muy discrecional. Se trata de un control básico y flexible. De manera que las censuras previas —ex ante— no son rigurosas en el social media, un espacio dominado por el principio de la neutralidad de internet y según el cual toda la información debe ser tratada sin discriminación. Las leyes de los Estados o Gobiernos intervienen como «control de daños» —ex post— por el uso abusivo que se les da a las redes sociales, a menos que haya contravenciones a valores constitucionales supremos, seguridad, orden público y buenas costumbres. 

Así las cosas, lo único que nos queda es una especie de «autorregulación personal» para decidir, según nuestra prudencia, qué recibimos y qué no: si permanecer o salir de un mundo cada vez más contaminado.  Gracias a Dios que no nos secuestran; las tecnologías que soportan las redes sociales tienen puertas de salida:  desinstalar las aplicaciones del teléfono, moderar el tiempo de uso o desactivar las notificaciones.  Al final, intoxicarnos o no será siempre nuestra elección, como quien ejerce el suicidio y, al parecer, somos generaciones suicidas. 

Las redes sociales son medios. Sus contenidos son creaciones o reproducciones de los usuarios, una manada digital que no siempre razona, decodifica ni hace abstracciones; solo reacciona y replica lo que le provoca. Su lenguaje predominante es emotivo y, como tal, instintivo.

Diario Libre

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